viernes, 22 de abril de 2011

UN RECORRIDO CON LOS PICAOS, EN SAN VICENTE DE LA SONSIERRA



Ayer, Jueves Santo, estuve en San Vicente de la Sonsierra, un bellísimo pueblo de La Rioja Alta al que suelo ir a trasegar vino o a comer en Casa Toni, un restaurante excepcional en el que Chuchi Sáez Monge deleita el paladar de una forma sencillamente inconmensurable. A decir verdad, no recuerdo otras circunstancias que me hayan hecho parar por este lugar, el mismo sitio, por cierto, donde vi por primera vez el sombrero de hollejos de la fermentación en la Cooperativa de la Sonsierra, en lo alto de un gigantesco depósito de acero inoxidable de casi tres pisos de altura. San Vicente huele a vino. En su calles se amontonan varias de las mejores bodegas del universo, a la sombra protectora de la Sierra Cantabria. Se diría que el mismo pueblo parece encaramarse sobrevolando el Ebro en una colina desde la que se divisa a lo lejos el Castillo de Davalillo, y más cerca, otra hermosura de piedra: Briones, ciudad mística donde a decir de mi buen amigo Miguel Ángel de Gregorio, un bodeguero excepcional, confluyen esas fuerzas telúricas que hacen de la naturaleza el más increíble de los sinsentidos.

Decía que era Jueves Santo en San Vicente, y un gentío aparcaba sus coches para llegar a la primera procesión de los 'picaos', de los disciplinantes de la Cofradía de la Santa Vera Cruz, una hermandad de la Edad Media que todavía pervive entre los muros de piedra de arenisca de la Ermita de San Juan, pegada en lo alto del pueblo a la Fortaleza-Iglesia de Santa María. Allí arriba, con un viento imponente, y con un sol que parecía no existir a pesar de la luz indecorosa de la primavera, comenzaba el rito a eso de las siete y media de la tarde. Mujeres de negro descalzas, Marías, las llaman; miembros de la cofradía, niños con andas, un cura con estola púrpura, la virgen, la Guardia Civil, la última cena y al fondo, los disciplinantes: doce hombres a los que nadie conoce, encapuchados de blanco, con dos agujeros para ver sin que les vean, con una túnica hasta las rodillas, los pies desnudos, algunos con cadenas, y una toga parduzca y vasta decorada con una ascética cruz blanca en la espalda.

Su imagen me impresionó como no podía ni imaginar que me iba a suceder; los había visto de niño por la calle Zumalacárregui (me acuerdo del nombre por el cartel, aunque en aquellos tiempos no tenía ni idea de quién era el tipo) en una Semana Santa casi a oscuras merced a un calendario litúrgico mucho más tempranero que el de este año. Pero mi recuerdo era vago, con flashes de mis padres, de mis hermanos y de mis primos revoloteando en unas escalinatas.

Pero sin darme apenas cuenta, me vi en mitad de la procesión y a mi lado estaba uno de los que se iban a flagelar, acompañado por un joven mayordomo de larga cabellera y buen porte que le mimaba con sus manos y con una mirada que no se despegaba del encapuchado apenas un segundo. Le noté el miedo que tenía; mejor dicho, se lo pude oler al comprobar cómo le temblaban el pecho, la cabeza y los brazos. A mi lado caminaba un ser humano que sabía que le esperaba un dolor impresionante en unos segundos, un dolor brutal, seco y dramático, pero que él mismo se lo iba a causar. No lo entendía, pensé. Me cuesta comprender este ritual tan profundo y exigente. Pero aquel hombre al que nunca conoceré estaba a mi lado y yo, íntimamente, me quería unir a su dolor, a su frustración, a la amargura que le tenía que estar recorriendo el alma mientras los demás nos apostábamos lo más cerca posible para contemplar el suplicio, su castigo, su ruptura con la comodidad que define al hombre contemporáneo.

La procesión bajaba lentamente y con síncopes, con el ritmo entrecortado de la marcha de la Semana Santa musical. Los disciplinantes miraban hacia abajo suspirando en silencio, contando los minutos que quedaban para empezar a fustigarse las espaldas arrastrando sus pies desnudos por un suelo frío, reseco y pétreo. Yo iba detrás de unas andas de la Virgen, con un grupo de niñas debajo, protegiéndose de la marabunta de turistas que invadíamos cada rincón sagrado del alma de estas gentes.


De pronto, pareció que el tiempo se había detenido y uno de los encapuchados se postró de rodillas bajo la figura de la virgen. Una oración breve, un silencio que cortaba el aliento, un miedo insuperable. El mayordomo le ayudó segundos después a despojarse del manto de la cruz blanca y desnudó su espalda para dejar abierta una especie de ventana en la túnica. El látigo es una madeja de hilos gruesos de algodón cosidos uno a uno en la empuñadura para quedar sueltos como una crin en la parte que fustiga. El encapuchado se dio la vuelta y empezó su martirio pasándose de un lado a otro del cuello la madeja para descargarla con furia sobre sus espaldas. Los golpes resonaban secos, cortados, desnudos, sin apenas eco. Los golpes rítmicos se superponían unos con otros entre los doce hombres que empezaron a azotarse calle abajo. Desde donde yo estaba se veía un agitar de látigos increíble. Fotógrafos y curiosos asistíamos al evento y yo tenía la sensación de estar en la mismísima luna; no me gustaba pero tampoco podía apartar mi mirada de aquellos hombres torturándose a sí mismos en silencio, a pesar de la música, de los cánticos de la mujeres y del rumor de miradas y palabras de los cientos de personas que se agolpaban como un enjambre en el trazado medieval y tortuoso de las calles de este pueblo de La Rioja. Un señor calvo, con bigote, parecía dirigir todo el entramado. Silencio entre la marejada, compás rítmico de los azotes, las cadenas, el dolor, la sangre de los aguijonazos de la esponja con cristales que alivia los moratones de los más de mil flagelos que llegaron a propinarse cada uno de los doce encapuchados.



Al llegar la comitiva a la plaza mayor, decidí abandonar el río de la sagrada procesión, de aquella inexplicable tradición medieval que pervive en los tiempos de la generación ni-ni o los Iphones, con el turismo de fin de semana y los comentarios del último clásico futbolero. Me senté en una terraza y no pude hacer otra cosa que tomarme una cerveza mientras un señor leía el Marca, quizás abstrayéndose con los goles de Cristiano Ronaldo de aquel dolor que giraba en sí mismo para llegar, de nuevo, a la Ermita de San Juan, pegada en lo alto del pueblo a la Fortaleza-Iglesia de Santa María.

o Las fotos y los vídeos los hice en la tarde de ayer en San Vicente de la Sonsierra.

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