Nacencia


Por Pablo García-Mancha

Nacencia: dícese del momento en que las bestias, las plantas y las personas arriban a este paraje donde ciertas esculturas se mueven y los leotardos de las amigas siempre han sido una meta indescriptible y jamás confesada. Miento si digo que lo que a continuación se describe es falso o fruto de mi imaginación. Miente el que dé réplica a la afirmación anterior y discrepo del que no la acate. Espero que esta descripción os haga retener su nombre, aunque dudo mucho de que algún día alguien sea digno de pronunciarlo. Me río de las que se vean aquí reflejadas porque la comparación siempre acecha a las mediocres.
A las 22.00 horas de aquel curioso día, su madre rompió aguas en medio de un increíble ataque de nervios. La comadrona era una mujer alegre, fría y enérgica, aunque sus dedos retorcidos y gordos sólo podían inspirar, no sé, una mística y despreocupada desconfianza. La verdad es que en el ambiente de aquel paritorio flotaba la idea de que lo que venía iba a traer mucha cola, y aunque no fuera precisamente una cola carnal, sí que era una cola desmesurada.
Maitesparza estaba próxima a llegar a este valle de lágrimas en los días en que las élites luchaban por despojarse de personas como ella, seres de amplio calado medular, que pernoctaban en las aldeas de la inteligencia y disfrutaban en manos de la llama de la esperanza y del terror.
Todos los galenos del hospital querían participar en el desenlace de su madre (quiero decir en su embarazo). Anestesistas, ginecólogos, celadores, la gobernanta de cocina y una manifestación de enfermeras vigilada de cerca por un interventor, se arremolinaban en la puerta de aquel quirófano, que iba a ser centro del mundo para los restos y lugar de veneración y culto para las generaciones venideras. Lagar lo llamarían los críticos.
El doctor González Byass fue el encargado de traer la luz. La figura de este facultativo gaditano sería clave en la vida de Maitesparza; era un fanático del whisky. De ahí que cuando bebe ese licor escocés las siluetas se transforman en animales y los lenguajes en tambores de guerra y agonía. En ese espacio se revela nada menos que su ser verdadero e ignoto, su irrevocable morada humana.
Maitesparza bajo los efectos de ese brebaje ve doble y el mundo gira a su alrededor como una breve peonza, suda como debe sudar un ángel y se sostiene sobre unas piernas que se mueven trémulas como las de un niño azorado por el deseo de orinar. En medio de la vicisitud del fino alcohol, aunque incrédula, se siente obsesionada por la idea de Dios y expresa sus desconcertantes novedades para conducirse siempre a la desesperación.
Para 1979 dejó de ser una aprendiz de bruja y se convirtió en toda una leyenda del llamado underground, aunque se mostraba con su típico brillo precario y aleatorio. En aquellos años fue cuando decidió restringir sus actuaciones y darlas de forma exclusiva para su círculo íntimo de poetas, charlatanes y quincalleros allegados. Su arte empezó ya a evolucionar hacia la narratividad de Cohen y Brecht. Decía cosas como que para poder volar necesitaba crear la más profunda oscuridad y otras que no recuerdo bien pero que nunca acabé de entender, como la que aseguraba que los signos del tiempo eran concluyentes y que por eso todo estaba en manos de los financieros.
Eso sí, sus incondicionales sabíamos que teníamos que llegar como mínimo una hora después del momento indicado, porque ella era en realidad una artista para artistas, cuya ironía, integridad formal, ingenio visual, pasión por los perdedores y ostentoso barroquismo, inspirarían a toda una generación de directores de cine; pero aquélla era otra historia.
Esta corajinuda artista era para sus amargados detractores una posmoderna algo ecléctica que destacaba por su despotismo habitual.
En el fondo estaba dominada por poderosas y contradictorias tendencias que la iban moldeando y definiendo cada jornada. Estábamos ante un proceso largo y penoso que le asignaba, bajo una forma u otra, una necesidad animal de sobrevivir, de sentirse bella, deseada y horrible e insoportable al mismo tiempo; era de las que prefería arder a desvanecerse. De ahí la imposibilidad de definirla a la vez que de quererla, aunque su arte esté basado en una energía universal que todo lo recorre, en el que las escaramuzas interiores acababan en batallas de sangre cada madrugada.
A ella se le quiere igual que se desea un cigarro tras la salida del cine. Su cariño no tiene vuelta de hoja. Si no la ves, la has visto y si la has visto, es imposible percatarse de nada. Es en última instancia un ser lejano y próximo. Por eso, os aconsejo ante ella una cierta distancia crítica.
Maitesparza es mucho más compleja y dramática de lo que estamos acostumbrados a pensar. Me atrevería a decir de ella que es como un jardín con numerosos senderos sin pavimentar. Sus caminillos conducen a las plazuelas con esculturas, bosquecillos con bancos de piedra y a un pequeño quiosco con la acústica diseñada para tocar música persa y para que 12 virginales efebos tañan con sus delicadas manos laúdes y música sufí, el más espiritual de todos los ecos.
Maitesparza es un paraíso y siempre he pensado que todo paraíso tiene su inevitable serpiente, amén de ser en parte jardín o huerto. Su huerto es un tanto medieval, un pequeño cosmos organizado con parterres geométricos limitados por boj o por ladrillos rojos y negros.
En el centro me lo imagino con un pozo y en sus esquinas columnas de hiedra asegurando que toda la composición se decante entre la vida y la muerte, entre el alcohol de las tinieblas y las máscaras de los perros que jamás llegarán dentro.
Como reza el canto séptimo de la Odisea, allí en el fondo del huerto crecían legumbres de toda clase. Hay en él dos fuentes, una corre por todo el huerto y la otra conduce a la excelsa morada.
Sin embargo, su jardín no me recuerda a ningún otro, es enigmático, masculino y está repleto de metáforas suaves y diligentes atributos. Es, a la postre, como el devenir del tiempo, amenazante con la belleza y parsimonioso con los ecos de la madurez. No comprende la mentira y sonaría ridícula y sobreactuada como un sorbo de aceite en una copa de champán.
El parto fue duro y largo, como una respuesta de misericordia por parte del espíritu. Sus padres permanecieron juntos y ateridos hasta el amanecer, sobrecogidos por el dolor de ella y por todo lo que habían sido capaces de engendrar sin haberse dado cuenta, pero seguros de que era suyo.
La luna, los cometas, un primo mío de Cuenca, 23 electricistas, un jornalero y algún que otro soldado de fortuna, asistieron a las comadres tras ducharse en un pequeño receptáculo de la zona de limpieza del hospital.
Tu padre no sabía qué decir.
– ¡Qué rica!
Esa fue la palabra con la que resumió todas sus impresiones. Estaba totalmente alucinado y, además de eso, el pícaro doctor González Byass le había convidado a una copa de whisky en el tugurio más frecuentado por los médicos de aquel hospital.
– La verdad es que la niña me parece un ser como de otro planeta.
Susurró el padre al oído del médico, que ya apenas podía sostenerse en pie .
En el bautizo, don Julián, límpido sacerdote jesuita, dijo:
– Más vale que se parezca a mí, en vez de a su madre.
– En cualquiera de los casos estará totalmente perdida.
Replicó un monaguillo sin menor dilación.

© Pablo García-Mancha
Pablo G. Mancha (Logroño, 1968) es periodista y escritor. Trabaja para diversos medios de comunicación.

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