Caminante

Por Pablo García-Mancha

Caminante era un cabestro de los de testuz rizada y larga badana que campaneaba monótona de izquierda a derecha cuando enfilaba grupas de un corral a otro para enchiquerar a los toros antes de las corridas por todas las plazas del orbe taurino.
Caminante había nacido bravo en una de las ganaderías más encastadas hace 16 años, pero su pelo –berrendo en colorao– lo sojuzgó para siempre y sus manchas le marcaron un destino oscuro y cruel de cerrado en corral y de la abundancia del verano a la placidez vacía de los inviernos de descanso en las dehesas de las fincas de los Trujillos, donde cumple hoy día las misiones propias de los de su estirpe, andar, convivir y pergeñar con las bravas reses de las vacadas de lidia.

Caminante era hijo de un semental que no ligó nunca en bueno con ninguna vaca de las más de cincuenta a las que preñó un año de aquellos en los que Rafael Ortega había sonsacado de sus muñecas las verónicas más diáfanas y profundas de la Maestranza sevillana.
Su madre, una vaquita castaña y galgueña llamada Arrumbadora, se había aquerenciado con otro semental de la finca y no le quedó más remedio que juntarse con aquél para llenar su vientre y justificar otro año de pastos y gastos ganaderos.

Don Eduardo –Miura padre– tenía buen ojo para escudriñar siempre lo que había en su vacada y sabía a la perfección que de aquella juntadera no podría salir nada bueno. Y lo que parió fue un berrendo colorao con muy buenas hechuras para “buey de tropa” – “digo” – dijo don Eduardo –Miura padre– en el preciso momento que decidió la suerte del que sería el buey más corajinudo y noble que jamás iba a tener la fiesta brava; un pintoresco bruto, descoyuntado, sin huevos y con los pitones sesgados y revueltos como una mentira de un concejal de una capital de provincias, pero que sin embargo era un dechado de humanidad vacuna y de sabiduría animal y ufana.

El recién nacido apenas pudo vivir varios meses entre los elegidos para la gloria. Llegó el destete y lo separaron de la aquerenciada Arrumbadora para sumirlo en unos cobertizos hoscos y calurosos donde no distinguía más que el rumor de boñigas y el nervioso bramido de vaconas gordas a las que cada mañana vaciaban su ubres para que desayunaran Don Eduardo –Miura padre–, su familia y empleados.

Una tarde cuando el furor de la bravura permanecía intacto, aunque tuviera un cabo apretándole el testuz contra una mole de piedra ennegrecida por el paso de hermanos de fatigas, llegó una cuadrilla de vaqueros para voltear sus huevos hasta convertir su masculino aliento en un informe bulto que delataría para siempre su estigma de animal sin cruce, sin descendencia ni orgullo.
Los ojos se le salieron de sus órbitas pero no se oyó bramido alguno cuando comenzó el trasiego de las vueltas y un dolor brutal invadió su todavía breve anatomía. Él no lo sabía, pero se estaba convirtiendo en un eunuco, en un toro humillado al que le habían traicionado en lo más hondo. Cuando los hombres terminaron su labor asesina, se incorporó trastabillándose y repartiendo cornadas y derrotes hasta terminar agotado. Después, volvió a ser amarrado a una empalizada junto a las vacas desconfiadas y cobardes que daban cada amanecida su exquisita leche.

Y aquel preciso instante fue el del nacimiento de Caminante, el del surgimiento de una mansedumbre que poco a poco se fue apoderando de su cuerpo y alma. De ser toro pasó a aporreado con un futuro gris y oscuro como las buhardillas en las que sólo se entra para arrumbar contra sus paredes los muebles viejos que son incapaces ni de guardar ni de embellecer ninguna estancia aunque de chabisque arrabalero sea.
Los ojos de Caminante perdieron brillo aunque ganaron en profundidad –no tenía la mirada idiota de los demás cabestros de la finca– aunque recibía la misma sarta de improperios y cornadas de los novillos y toros que el resto de sus congéneres. Se fue especializando en sus cometidos camperos y ganándose una brizna de respeto entre los que se encargaban de mover el ganado de cerrado en desfiladero para las labores camperas necesarias en todas las fincas.
Había noches en las que soñaba con embestir capotes y hasta con un picador que le hundía la puya en un morrillo que jamás tendría dejándole medio tundido con un manantial de sangre de la grupa hasta sus bien configurados espolones de cabestro.

Cada año, Caminante estaba mejor considerado en la ganadería; así las faenas más complicadas en la finca corrían de su cuenta. Era docto en encajonar cualquier corrida y siempre necesario para apartar las reses destinadas a las tientas de cada año. Tanto es así que un invierno cayó por la finca don Ricardo Somero, el empresario, ganadero y apoderado de más alto copete de la tauromaquia –12 plazas tenía en el Norte–. Don Ricardo, que además era un gran aficionado, pronto se dio cuenta de las grandes condiciones de Caminante. “Ése para mí” –dijo– y se lo llevó a su finca para que aleccionara a las nuevas generaciones de mansos “someros”.

Dicho y hecho. Caminante abandonó la reseca hierba de Zahariche por los mullidos pastizales salmantinos, donde encontró en pocos días nuevas obligaciones y otros toros a los que hermanar y encajonar.
Pero Caminante estaba destinado a otros empeños mayores y un día decidieron llevarlo a la plaza de toros de Tudela. Allí, en los corrales del coso, encontró la medida de su conocimiento y se convirtió en dos o tres días en un cabestro imprescindible. Aquel mismo verano recorrió las corraletas de las más importantes plazas descargando y enchiquerando cientos de corridas.
Pero un día, Aurelio Sellés, un viejo mayoral de la casa Trujillo que solía acercarse a los toros a pie para acariciarles en la tabla del cuello y pasar la mano desde el morrillo hasta la penca del rabo, inquietó en demasía a un burel arisco que acababa de pelearse con sus hermanos y con el que nunca había hecho buenas migas.

El toro –muy humillado tras la contienda con sus compañeros–, al acercarse a su terreno le lanzó un derrote hundiéndole el pitón por la ingle. Caminante que solazaba en un rincón del mismo corral, vio la escena e hizo un proverbial quite al vaquero cuando el hosco Guardiola se disponía a mandarle otros cien recados sangrientos a su cuerpo yaciente en el suelo.

Sin más, a Caminante le sobrevino el ramalazo de bravo de su más profunda entraña y corneó con furia a la res resabiada para que no acercara sus guadañas al cuerpo tendido de Aurelio Sellés. El toro, bravucón con el indefenso pero indolente con el poderoso, reculó cauto y sorprendido, repuchó su corpachón acobardado viendo cómo aquel manso se había recrecido de la nada defendiendo al mayoral malherido.

Pero la hazaña de Caminante no había quedado ahí. Aurelio había perdido el sentido y era incapaz de articular palabra, aunque se estaba literalmente quedando exangüe y muriéndose allí mismo. Así que el manso, consciente de que al viejo mayoral se le escapaba la vida por momentos, comenzó a mover su destartalada anatomía para que sonara el cencerro con un ritmo y un traqueteo distinto al del paso mortecino que llevan los cabestros en las corraletas. El sonido arrítmico de la campana despertó a otro vaquero que cuando llegó pudo salvar a su compañero de una muerte cierta en el lodazal.

La machada de aquel animal al que le habían quitado sus atributos pasó desapercibida para todo el mundo, excepto para el conocedor al que había salvado su vida. Cuando salió del hospital, Sellés fue rápido a la dehesa salmantina para agradecerle al cabestro todo lo que había hecho por él.

– De verdá, don Ricardo, ese bicho me salvó la vida y la emprendió con el toro para que no me hiciera más daño.

Cogió un caballo y adentrándose en la luminosa finca pudo ver a Caminante solitario, como siempre, recostado bajo una encina rumiando sus recuerdos y sus sueños de gloria. Cuando la res divisó la figura de Aurelio, se incorporó, se engalló y pareció por momentos el Miura entero al que don Eduardo –Miura padre– le echó mal ojo cuando nació berrendo. Saavedra bajó de la yegua y saludó alborozado al manso acariciándole en la tabla del cuello para después pasar la mano desde el morrillo hasta la penca del rabo.

Desde aquel día son inseparables y allí en “El Paraíso” –dehesa de los Trujillo–, Caminante ha sentado escuela en la condición de cabestros y es respetado hasta por los sementales más bravos de esta encastada ganadería andaluza.

© Pablo García-Mancha
Pablo G. Mancha (Logroño, 1968) es periodista y escritor. Trabaja para diversos medios de comunicación.

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