El seis de julio se cumplen cincuenta años de la inauguración de la
escultura dedicada al premio nobel frente a la plaza de toros
Cuando llegó a Pamplona en 1923, Hemingway vivía en París y compartía
existencia y agonías con escritores como John Dos Pasos, Gertrude Stein o Scott
Fitzgeral
Pablo García-Mancha. Pamplona (*)
El próximo seis de julio se
cumplen cincuenta años desde que el Ayuntamiento de Pamplona erigiera el busto
que dedicó a Ernest Hemingway por ser “amigo de este pueblo y admirador de sus
fiestas que supo describir y propagar”. La escultura, realizada en bronce y
granito de Guadarrama, -obra del barcelonés Luis Sanguino-, fue moldeada en
Nueva York y trasladada a Pamplona en avión. Como el propio escritor, llegó
desde Norteamérica para quedarse para siempre en San Fermín al lado de su plaza
de toros, uno de los lugares en los que Hemingway encontró y vivió en una
indisimulada felicidad ya que el toreo era una de sus pasiones esenciales, más
allá de la escritura, más allá de la vida, del sexo y de la muerte; en Pamplona
halló lo que buscaba desde que salió de Oak Park. Y en la corrida encontró su
verdad.
En 1953, en su primer viaje a Pamplona tras la Guerra Civil, fue cuando
Hemingway inició la que fue su relación más intensa con un torero: Antonio
Ordóñez, hijo de Cayetano
Immanuel Kant, en su ensayo 'Lo
bello y lo sublime', eligió el enfrentamiento entre el hombre y el toro para
caracterizar al pueblo español dentro de la categoría de lo sublime, ya que
consideraba la tauromaquia como una “extravagancia que desbordaba el límite de
lo natural”. Kant, obviamente, nunca había contemplado una corrida de toros,
pero la fascinación que ejercía el hecho taurino sobre filósofos, pintores y
escritores extranjeros no fue ni mucho menos una rareza que aguijoneó
exclusivamente el alma de Ernest Hemingway, sino que mucho antes de que el
autor del ‘Viejo y el mar’ descubriera la España de entreguerras ya existía una
curiosa tradición de asombro literario por el toreo en toda suerte de intelectuales
foráneos. Posiblemente, esta tendencia surgió con toda su fuerza con los
viajeros románticos que llegaron a la península después de la Guerra de la
Independencia porque tal y como explica el poeta y ensayista sevillano Jacobo
Cortines, “España empezaba a ser descubierta y considerada como la más
romántica de las naciones, y en los toros vieron estos personajes idealistas
la plasmación de sus sueños: todo un mundo de sensualidad, belleza y
primitivismo”. En realidad hubo muchos autores que precedieron a Hemingway en
su pasión por las corridas: Teófilo Gautier, Bizet, Delacroix, Manet, Waldo
Frank o Henry de Montherlant, que en su novela 'Les bestiaires' (1926)
profundizó en la relación entre la tauromaquia y la voluptuosidad a través de
sus experiencias personales.
Julian Pitt-Rivers, antropólogo
de la Sorbona, en una conferencia pronunciada en el Coloquio Homenaje a Ernest
Hemingway en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo el 24 de julio de
1986, explicaba las razones más profundas de la afición taurina del escritor
norteamericano: Cuando la novelista de Pennsylvania Gertrude Stein, famosa
entre otras muchas cosas por su amistad con Picasso, le recomendó la corrida
como espectáculo contestó que no pensaba que le fuera a gustar a causa de los
caballos (era una época anterior a la introducción del peto en la suerte de
varas). Pero bastó un solo festejo para que se convirtiera en un aficionado
entusiasta. “Fue la gran pasión de su vida y escribió más y mejor sobre la
tauromaquia que sobre sus otras pasiones más o menos confesables: el boxeo y la
pesca en alta mar. Bautizó a su primer hijo con el nombre de Nicanor por
Nicanor Villalta, un matador aragonés cuyo valor apreciaba especialmente”.
Pitt-Rivers ahondó en su
conferencia en las razones filosóficas que le atrajeron del hecho taurino:
“Eran los mismos temas, ya avanzados en sus escritos sobre la guerra en Italia,
los que le atrajeron de la corrida de toros: la violencia, la sangre, la
muerte... y el valor. El ideal de la virilidad y la tragedia que siempre ha
sido su compañero. Hemingway entendía bien que la corrida no tiene nada que
ver con el deporte; muy al contrario, se trata de un rito, una representación
de valores fundamentales; es parecida a una tragedia griega clásica donde todo
está previsto por el destino del que nadie se escapa, pero con una diferencia
radical: que la muerte en la corrida es muerte de verdad. El toro tiene que
morir y, si coge fatalmente al matador, éste también puede morir, pero de
verdad. En este caso no vuelve al escenario después de bajar el telón para
recibir los aplausos de un público al que se ha conmovido por su
interpretación de la muerte. Hemingway está siempre buscando la verdad, fuera
de los artificios y afectaciones. Y en la corrida encontró esa verdad”.
De hecho, se puede colegir que su
interpretación de la corrida tiene un clarísimo sesgo estético y moral. “No es
sencillamente un adorno a su fanfarronería. Le conmovía el arte y el alarde
de la hombría, la celebración del valor que siempre acompañaba a la fiesta
brava. Reconoció enseguida que era un rito, una representación dramática,
una tragedia y que la adquisición del honor era el tema del sacrificio
taurino. Y también el hecho de que aparezcan unas connotaciones eróticas muy
claras en un mundo exclusivamente reservado para los hombres”.
La relación de Hemingway con
España empezó en el verano de 1923, cuando viajó desde París y descubrió
su pasión por la fiesta taurina. Fue su primera visita a Pamplona. Ernest
Hemingway indagaba en diferentes cuestiones para finalizar una serie de doce
reportajes breves y uno de ellos fue el que publicó en el ‘The Toronto Star
Weekly’ el 23 de octubre de 1923 con el tema de la tauromaquia: “Es una
supervivencia de la época del circo romano, pero es necesario explicar una
cuestión: la tauromaquia no es un deporte, nunca lo fue, sino una tragedia: la
gran tragedia de la muerte del toro que se representa en tres actos”. Pero
también escribió cosas delirantes: “En Pamplona, donde tienen seis días de
toros cada año, desde el 1126 de la era cristiana, y donde los toros corren por
las calles de la ciudad a las seis de la mañana, con la mitad de la población
corriendo delante de ellos”. Y otras más descriptivas como su encuentro con la
plaza de toros: “Nos fuimos entre la gente, y llegamos ante la plaza. La
bandera española, roja y gualda, ondeaba en la brisa de la mañana. Una vez
dentro subimos a la parte alta, y nos situamos en las balconadas que dan a la
ciudad. El palco cuesta una peseta. Las localidades más bajas son gratis.
Había allí fácilmente unas veinte mil personas...”.
Hemingway vivía en París y
compartía existencia y agonías con escritores y artistas como John Dos Pasos,
Gertrude Stein, Scott Fitzgerald, James Joyce, Ford Madox Ford y Ezra Pound,
algunos de ellos miembros de lo que se llamaría después la generación perdida
de la literatura norteamericana de entreguerras. A su primer viaje siguieron
varios más a lo largo de los años veinte y principios de los treinta, periodo
en el que el joven Hemingway también publicó sus primeras obras, algunas de
ellas ambientadas en España. Estos primeros relatos tuvieron una buena
recepción en Estados Unidos y en países como Italia, Francia, Alemania,
Noruega o Suecia, que ya empezaron a publicar sus narraciones y a analizar su
arte literario a partir de mediados de los años veinte. Y como explica Lisa A.
Twomey, su éxito no tuvo reflejo en la crítica española: “Es muy probable que
la pasión que el autor sentía por la fiesta taurina le distanciara del mundo
literario de la España de entonces, especialmente después de la declaración
de la República en 1931”, subraya.
En ‘Fiesta’, Hemingway explica
cómo entiende el toreo y lo muestra básicamente a través de los ojos de su
protagonista: Jake Barnes. La obra contiene multitud de ejemplos y en cada una
de las tres corridas de toros que relata define los tiempos en los que se
divide la lidia, el devenir de los diestros en cada una de las suertes: capote,
banderillas, muleta y espada, e incluso qué papel queda reservado para el
aficionado. Esta introducción al arte de los toros existente en ‘Fiesta’ la
perfeccionará después con ‘Muerte en la tarde’. En ‘Fiesta’, Jake hace todo lo
posible para que sus amigos comprendan los ejes esenciales de la corrida y cómo
era el toreo en 1926. Y es que Hemingway a esas alturas ya era un aficionado
conocedor de los entresijos del arte del Cúchares. En 1923 quedó tan
deslumbrado ante el desgarro de Nicanor Villalta que decidió llamar Nicanor a
uno de sus hijos. José Luis Castillo-Puche, corresponsal del periódico ‘Informaciones’ en
Nueva York y amigo personal del escritor, lo explicaba maravillosamente:
“Ernesto le decía: será muy bueno para nuestro hijo. Los toros tienen una
influencia vigorizante sobre los niños no nacidos todavía. El torero entonces
de moda era Nicanor Villalta, y fue tal el entusiasmo de Ernest y su esposa que
decidieron que su hijo se llamaría igual que el matador aragonés.
Efectivamente, cuando ‘Bumby’ nació le pusieron los nombres de John Nicanor”.
En sus siguientes visitas a
España, el escritor trabó amistad con varios diestros. En la primera etapa de
sus estancias fueron Cayetano Ordoñez ‘Niño de la Palma’ –cuya influencia
resultó decisiva– y después el genial gitano Joaquín Rodríguez ‘Cagancho’.
‘Niño de la Palma’, bisabuelo del actual Cayetano, era el personaje de Pedro
Romero en ‘Fiesta’, de la que cayó rendida Lady Brett, que en realidad se
llamaba Lady Duff y que junto a John Dos Passos acompañaron a Hemingway en
aquel viaje a Pamplona. Pedro Romero era un símbolo erótico y así lo describe
Ernest Hemingway: “Hice que Lady Brett observara cómo Romero incitaba al toro,
cómo hacía los quites con el capote para alejarlo de un caballo caído, cómo lo
conducía con la muleta y le hacía pasar con suavidad y volverse armónicamente,
sin perder nunca el dominio del cornúpeta. Romero jamás hacía un movimiento
brusco o extraño, sino que conservaba siempre la pureza del toreo natural”.
Sin embargo, en 1932, la
descripción que hace de ‘Niño de la Palma’ en ‘Muerte en la tarde’ –considerada
una de sus mejores obras– se había transformado de manera radical: “Si vais a
ver al ‘Niño de la Palma’ es posible que veáis la cobardía en su forma menos
atractiva: un trasero gordo, un cráneo calvo por el empleo de cosméticos y un
aspecto de precoz senilidad. De todos los toreros jóvenes que se elevaron en
los últimos años que siguieron a la primera retirada de Belmonte, fue el ‘Niño
de la Palma’ el que despertó las esperanzas más falsas y el que provocó la mayor
desilusión. Le vi en la mayor parte de las corridas en que tomó parte y en sus
mejores momentos. Al final de temporada recibió una cornada grave y dolorosa en
el muslo, cerca de la arteria femoral. Aquello fue el fin. Al año siguiente sus
actuaciones fueron una serie de desastres. Apenas podía mirar al toro. Su
terror, cuando había que entrar a matar, era penoso de ver, y se pasó toda la
temporada asesinando a los toros del modo que menos peligro supusiera para él,
corriendo de través en su línea de embestida, metiéndoles la espada en el
cuello, hundiéndosela en los pulmones o en cualquier sitio que pudiera
encontrar sin necesidad de adelantar su cuerpo entre los cuernos. Fue la
temporada más vergonzosa que ningún torero había dado jamás hasta aquel año”.
Destrozando a Cayetano, en
realidad Hemingway mataba su propio pasado y se asesinaba a sí mismo también.
Era una obsesión, Hemingway profesaba un profundo odio a su padre y cuando se
suicidó, acción que él imitaría, llegó a escribir que su progenitor había
actuado así “porque era un cobarde que no se supo divertir y que se había
casado con una zorra”.
Pero fue en 1953, en su primer
viaje a Pamplona tras la Guerra Civil, cuando Hemingway inició la que fue su
relación más intensa con un torero: Antonio Ordóñez, hijo de Cayetano, hijo de
aquel ‘Niño de la Palma’ al que admiró en su viril juventud y destruyó en su
“infame madurez”. Como describe Castillo-Puche, Hemingway conoció a la gran
figura de la fiesta en los cincuenta, a Antonio Ordóñez, “en quien se reencarna,
superado, al mejor ‘Niño de la Palma’ de su juventud. Con el joven Ordóñez
vuelven para Ernest Hemingway sus años jóvenes de plenitud y empuje. El tiempo
se ha abolido, o mejor, todo aparece nimbado por un nuevo halo de valor y
belleza”. De hecho, el Hemingway que visitó Pamplona siguiendo los pasos del
hijo de Cayetano ya había cazado el oso gris en las tierras de Canadá, probado
el azúcar de Cuba, pescado el pez espada en el Caribe e incluso se había
asomado a Kenia desde las nieves del Kilimanjaro. Y cuando se conocieron en
Pamplona, Antonio Ordóñez le preguntó.
–Dígame, ¿soy tan bueno como mi
padre?
–Eres mejor que tu padre –le
contestó Hemingway– y sabes lo bueno que él era…
A estas alturas, –como relataba
el biógrafo de Ordóñez, el tudelano Antonio Abad Ojuel–, entre el torero y el
escritor ya se había establecido una “pintoresca sociedad repleta de
connotaciones paterno-filiales. Antonio le llamaba papá Ernesto y pactó con él
una fantástica asociación en la que uno se ocupaba de la literatura y el otro
de los toros”.
Destrozando a Cayetano Ordóñez, Hemingway también mataba su propio
pasado y se asesinaba a sí mismo también
Escribe Montero Glez, autor de
novelas como ‘Sed de champán’, que “Hemingway aprovechaba la fugacidad para
clasificar el toreo como arte menor, la fugacidad le impide ser arte mayor,
dejó escrito. Y en ‘Muerte en la tarde’, nos habla de toda la sucesión de
movimientos y procesos que producen la emoción. No cerrar los ojos en el
momento del impacto, cuando un tren va a arrollar a un niño, ése es el ejemplo
de realidad desnuda. Sin embargo, no cerrar los ojos ante el atropello, tampoco
sirve de mucho pues el relato terminará en su momento extremo, esto es, en el
momento que hay antes de ser aplastado. Por lo mismo Hemingway ponía ejemplo de
un ahorcamiento o un fusilamiento y decía que si Goya hubiese cerrado los ojos
en el momento culminante, su cuadro no hubiera sido posible”. Existía entre
Hemingway y el toreo una admiración difusa y extraña que se desarrolló hasta
límites desconocidos en el verano de 1959, cuando la revista Life le envió a
España para seguir periodísticamente el mano a mano taurino entre Antonio
Ordóñez y su cuñado Luis Miguel Dominguín, origen de ‘Un verano sangriento’,
otra de las obras literarias relacionadas con los toros del autor de ‘El Viejo
y el mar’. Y claro, uno de aquellos
duelos se iba a desarrollar en el coso de Pamplona, por lo que estaba abocado a
volver a San Fermín.
Ya no era simplemente un escritor
popular llamado Ernest Hemingway; no, en esta ocasión, Pamplona recibía la
visita de todo un Premio Nobel de la Literatura, que iba a escribir de aquel encontronazo
entre ambos diestros. Hemingway caminó por sus lugares del culto de la mano de
Mary Welsh, su cuarta esposa, y Juanito Quintana, su inseparable cicerón
pamplonés. Era su última visita a San Fermín y posiblemente el viejo escritor
era perfectamente consciente de que el tiempo empezaba a escapársele de las
manos. Volvió a alquilar la habitación número 217 del Hotel La Perla y el
Ayuntamiento le rindió un pequeño homenaje en reconocimiento por todo lo que
había hecho para popularizar por el orbe aquellas fiestas que tanto amaba.
El enfrentamiento prácticamente
convenido entre los dos diestros se convirtió en la mente de Ernest en una
especie de duelo fatal, algo trágico que podía terminar con la muerte de uno
de los toreros, o quizás con la de los dos, y especialmente con la muerte del
propio escritor. El año 1959 fue el último de Hemingway en San Fermín; dicen
que 'Life' le pagaba un dólar por cada palabra que escribía y aquel relato que
se publicó con el título de 'Un verano sangriento' tenía un nombre demasiado
comercial para ser verdad. La realidad es que estaba increíblemente distante de
una de sus obras más extraordinarias, la para muchos desconocida 'La capital
del mundo', un cuento delicioso en el que hablaba de Madrid y de toros: “En
Madrid es donde uno aprende a comprender las cosas. Madrid mata a España”.
(*) Este artículo apareció publicado en DIARIO DE NAVARRA, en el suplemento especial de San Fermín de Julio de 2018