sábado, 17 de junio de 2017

José Tomás, torero de lo inconmensurable (*)


Medir lo inconmensurable es un ejercicio a todas luces insuficiente, un ejercicio que no tiene más sentido que rebuscar el alma del incoloro mundo de las multiplicaciones. Lo inconmensurable no pesa, no huele ni se mide con el absurdo interés de rebuscar siempre lo que falla, lo que quizás vale menos, lo que no se ajusta a nuestros pensamientos. Hay quien va a los toros con un cronómetro, con un segundero que no vacila, implacable, en el incesante tic-tac del tiempo. Pero no saben que en la tauromaquia el tiempo carece de importancia y que cuando surge el toreo, el tiempo mismo tiene la enorme delicadeza de desvanecerse, como ayer, cuando José Tomás, a las siete y once minutos de la tarde, volvió al toreo, regresó a la vida. Y lo hizo quitando un toro de Finito de Córdoba con una serie de gaoneras de infarto. Nadie miró el reloj, acaso los que no tienen alma, y sin embargo el tiempo se había detenido en el cielo de una plaza, la Monumental de Barcelona , colmada, orgullosa del reencuentro, franca, enardecida, jubilosa y mítica. La tarde fue creciendo a medida del impulso de los toreros, a pesar de la terrible apatía de un Finito alicaído y triste que desaprovechó el primero de la tarde (y al cuarto también), un astado que embistió franco por ambos pitones. Pero llegó el turno de José Tomás, del torero más esperado de la historia. Ya había dejado su impronta en el quite y estábamos ante el gran momento de la faena. El toro, encastado y desigual, tuvo cierta fiereza y volteó al torero hasta quedarse a su merced mientras los pitones rebañaban inmisericordes su cuello. Se levantó sin apenas mirarse y la faena cambió dibujando dos series con la izquierda bellísimas, con todo él entregado al rito. Había vuelto José Tomás, en la más genuina de sus versiones. El quinto, el peor presentado del festejo, careció de casta. Sin embargo, José Tomás planteó una de esas faenas suyas asombrosas por la quietud, por su terrible sinceridad. Comenzó por alto y cuando el toro se sintió sometido frenó en seco sus embestidas. Y justo ahí, cuando más imposible parecía el reto, tomó la pañosa con la izquierda y se pasó por la faja al toro en tres tandas increíbles, como el remate postrero con las más arriesgadas manoletinas que se hayan dado jamás. La última fue pavorosa: el toro andando lentamente, incierto, sin fijeza. Y se lo sacó. Nadie supo cómo lo hizo, pero se lo sacó con una deliciosa armonía. Al final, volvió a recetar un segundo bajonazo. Vale. No era de dos orejas. Vale. Pero aquello fue inconmensurable y nadie esgrimió el cronómetro para desdecir al gentío enloquecido. Y en éstas apareció Cayetano y bordó el toreo. Al primero, con el que logró otras dos orejas excesivas, lo toreo un punto precipitado, aunque con donosura. Y llegó el sexto, el mejor de la corrida, y logró tres series por la derecha redondas de fragancia y torería. La plaza toda puesta en pie. Había renacido el toreo en Cataluña, donde desde ahora está la plaza más cosmopolita y ufana del ancho mundo.

o Toros de Núñez del Cuvillo, bien presentados, de muy buen juego. El lidiado en sexto lugar, excelente, fue premiado con la vuelta al ruedo. Finito de Córdoba: división de opiniones tras dos avisos y silencio. José Tomás: oreja tras aviso y dos orejas tras aviso. Cayetano: dos orejas en cada uno de sus toros. Plaza de Toros de Barcelona. Lleno histórico. 19.200 personas en las gradas.
(*) Esta crónica la publiqué en Diario La Rioja el 18 de junio de 2007

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