Foto de Justo Rodríguez. Más, aquí |
La Rioja estalla multicolor tras la vendimia. Ha llegado el otoño del terruño y por eso los lomos de las laderas afrontan el bazuqueo de los rayos del sol en un singular crepitar de luz y brillo antes de rendirse al invierno, cuando las hojas de los viñedos caigan al suelo para engordar la mineralidad de la tierra. Las viñas se alimentan a sí mismas en un círculo vegetativo que tiene un momento de límpida belleza, de singular cromatismo entre octubre y noviembre, cuando la mayor parte de las uvas ya ha florecido entre la levadura y los primeros y esperados caldos del año se trasiegan por mesones, casas, fiestas y restaurantes de todas las geografías. Tras las vendimias llega la primavera a las bodegas a la vez que el otoño aflora en las laderas de San Vicente y la singular y rocosa Sonsierra de sus espaldas, en las herraduras como hogazas de pan que dibujan los meandros del Ebro por Baños o San Asensio, en Briones o en el Soto de los Americanos, cerca de la Finca Igay, donde dos carreteras surcan un pequeño marecito colorado, ocre y limón maduro. Rugen los motores de los camiones y a su vera permanecen, ya casi dormidas, las cepas en un incesante tintineo de colores. La civilización discurre entre los renques a punto de aguardar a la primavera en el silencio del invierno. Y es que las viñas, como los osos, hibernan, reponen fuerzas, se toman un respiro para afrontar la nueva temporada con todo el corazón repleto. Dormir antes del vigor, la calma como preludio de la inexorable tempestad de la que brotará en un año el magnífico elixir. Y entonces, antes de apagarse, como en un singular canto de cisne, los viñedos entregan lo mejor de sí aunque en el espacio de la belleza que cautiva por los ojos. Los hombres ya han recogido los frutos: garnachas, tempranillos, viuras, mazuelos y malvasías ofrecen sabores y aromas diferentes y envejecen distintas para las miradas. Por eso es sencillamente deslumbrante el frenesí de tonalidades que se citan en La Rioja a medida de que el otoño avanza en el calendario. Y resulta hermoso y paradójico pasear entre los viñedos y descubrir las variedades por su forma de enrojecer: desde los tonos picotas y cerezas de los feraces garnachos de Peña Isasa, a la suavidad de los pasteles ocres del tempranillo peludo de las antañonas viníferas agrestes que se asoman a la bellísima carretera que discurre como un gólgota desde San Vicente a Ábalos. Desde Cellórigo El tempranillo se rinde al invierno con extrema dulzura, comprendiendo sus razones, con una nobleza varietal que hace que los atardeceres desde Cellórigo sean el remedo de un cuadro de Monet: luces perezosas que se cuelan en el fondo de las viñas y que rebotan en unos cielos salidos de los pinceles de Giotto: azules sin complejos, sin una nube, sin una mota que empañe la insolencia de un sol que ha convertido el declinar del verano en una inagotable sucesión de días iluminados, aún majados por un calor tan tenue que sólo acariciaba la piel si se presentaba de frente al mediodía, mirando a los ojos del horizonte, donde se confunde el carrasquedo o los pinares con las últimas laderas agrestes, esas donde sobreviven las cepas de siempre, las que se retuercen sin corsets, las que dibujan leñosas ramas que parecen músculos ancianos, rústicos, empecinados, surcados por tremendos valles, por venas enrojecidas e hinchadas por una savia vital que ahora regresa al corazón de la singular belleza de la vitis vinífera riojana, la dura cepa de sarmientos hidalgos. Y no se conoce muy bien si ha sido por la luz o por los efectos del cambio climático el que La Rioja vitivinícola haya vivido un final de campaña alucinante; un otoño madrugador pero especialmente largo y seco, como si las viñas no quisieran rendir definitivamente su fulgor a la entraña de la tierra. Hay parajes en La Rioja donde los colores de los viñedos han sido especialmente caprichosos: cada majuelo un tono, casi cada renque, cada planta disponía de su propia paleta para desafiar al repertorio inagotable del color, a la intensidad de los marrones que desfilaban en una increíble gama que se alzaba carmesí o incluso rosa para resbalar con eficacia por la una indescriptible traza de violetas, añiles, cerezas, rosas palo, marrones mil veces entreverados, ocres, rojos, anaranjados, amarillos pajizos, amarillos que coqueteaban con el ámbar o con el negro más oscuro e indefinible en hojas que estaban a punto de rodar yertas por el suelo a los pies de las vides.
El otoño serpentea
En la Sierra de Yerga, con el fondo de Alfaro a la derecha y Aldeanueva a los pies, el otoño ha serpenteado en un sinfín de tonos cada jornada. Hubo, incluso un día nublado en el que mientras llovía sin rencor cerca del pico de Gatún, las viñas más altas de Quel y Autol, a escasos cincuenta metros del amable alto de la Nevera, se refrescaban con una nube que vino a visitarlas mientras aparecía el arco iris en el fondo de Castejón, con los pies en el valle madre de La Rioja. El paisaje era melodramático. Un mar de viñas garnachas y tempranillas azotadas por el cierzo y el cielo gris surcado por un arco multicolor abriendo el horizonte. Como en una película, el espectáculo de la naturaleza se abría al afortunado espectador. Quizás no duró más de cinco minutos; a lo más, seis o siete: tres capas de nubes altas aliteraban tramas grises cobalto que se iban difuminando en el amplio cielo del atardecer. Y debajo las viñas, la inmensidad mediterránea del Valle del Ebro con la llanura navarra de Pe-ralta, Azagra y San Adrián en el infinito. Y aquí, en La Rioja, el paraíso de unos viñedos que no parecían tener confines, que se desperdigan formando alfombras multicolores en el paisaje: suaves lomas verdes, sencillos alcores anaranjados o pequeños majuelos amarillentos como las hojas de un libro castigado por los años. También, hileras perfectamente dirigidas para la vendimia mecanizada, desfile de viñas quietas e inquietantes, unas todavía verdes refrescadas por un rayo de luz solar que les venía desde el sur y otras casi naranjas, pero ya apagadas, sin ese vigor de la primavera, sin esa savia que discurre hasta los pámpanos. Algún frutal rompía la simpar rutina de los viñedos: manzanos estáticos y, sobre todo, una gran profusión de novísimos olivos. Unos, sueltos y marcando el territorio del vino y otros, en oleadas de una docena al fondo. Hay un agricultor al que le gusta rematar cada grupo de cepas con un olivo fortachón encaramado a en un promontorio como si fuese un vigía del viñedo, una demostración palpable de que ambos cultivos son muestras de civilización: donde campan el vino y el aceite surge la literatura y la emoción, el sentido y el orgullo. Y entre sinuosos valles, bancales de almendrucos, tablas de viñedos –unas grandes, otras más humildes– y olivos de muchas generaciones, aunque mayoritariamente jóvenes que aguardan a mayo a su esplendor blanquecino. Los caminos polvorientos también se copan con extrañas viñas jóvenes salvadas con conos blancos como si fuera un paisaje de sueños. Hay también tablitas sin recoger, con el fruto pendiente de un hilo. Y dan tristeza porque parecen olvidadas, como si en medio de la inmensidad un niño no divisara a su madre y se sintiera alejado de algo tan proverbial y necesario como la esperanza. Es otoño en La Rioja y los paisajes de Cenicero o Fuenmayor se unen a la piedra arenisca de sus iglesias, como la hermética Torre Fuerte de Torremontalbo o el monasterio de la Estrella de San Asensio, que preludia las lenguas que deja el Ebro en sus fértiles riberas. Nada que ver, por cierto, con la tierra colorada del Najerilla, donde los viñedos son todavía más rojos, más intensos, más provocativos; desde Camprovín hasta Cárdenas o Cordovín. Sin olvidar las dos Arenzanas o ese rincón bellísimo que discurre desde Uruñuela siguiendo el curso del Najerilla hasta los predios de Hormilleja y que muere en Torremontalbo. Cerca de Logroño también hay una inmensidad de viñas de camino hacia el oeste. La capital está rodeada de viñedos: las de los tres marqueses, las que casi llegan hasta el Castillo de Clavijo: Jubera y Leza por detrás y el Iregua a sus pies, las de Navarrete y el Cortijo con su montaña achatada en una mesetilla de viñedos que siluetean los meandros del río. Allí la luz no se ha andado con chiquitas y el espectáculo de los atardeceres escapando el sol por Santo Domingo de la Calzada ha cobrado especial intensidad en los días más claros, sin esa calima otoñal que difumina el escarpe rudo de los viejos montes. En La Rioja Alta los viñedos han propiciado un otoño delicado: Cuzcurrita, Ollauri y Casalarreina han destilado tonos naranjas pastel más suaves; aunque en Briones, lo oscuro de su tierra se tragaba más todavía la luz. De hecho, en La Rioja Alavesa la tierra es amarilla y los tonos de las viñas se acrecentaban como en una rica sinfonía de matices. Sin embargo, en Briones, en las suaves lomas hasta llegar a Ollauri y Gimileo, el color ha ido palideciendo más lentamente, como si el otoño no terminara de acostumbrarse al suave ritmo de los atardeceres cada vez más tempranos. Hay viñas que parecen un discurrir de setos, que se asemejan a jardines emperifollados que dibujan senderos matemáticos. Otras, sin embargo, caminan en fila india, sin triángulos isósceles, sin recovecos. Sin embargo, en las laderas es donde se dibujan los contornos más raros e indefinidos, donde las sombras no tienen parangón posible. El mar de pámpanos allí no es tal: el dibujo que percibe el espectador es como hecho a retazos, en almazuelas que se superponen unas a otras en cientos de matices. El otoño en La Rioja es mucho más que la culminación de la vendimia: es un regalo, un manantial de luz que brota y se contornea, que cada día es distinto, que apenas dura una semana pero por el que merece esperar más de un año en el calendario. o Este artículo le he publicado en Diario La Rioja.