viernes, 14 de octubre de 2005

Madrid me mata


Desde que era un niño la plaza de Las Ventas ha ejercido en mi universo espiritual una fascinación deslumbrante. Mi abuelo, que me contaba muchas mentiras piadosas del mundo de los toros, me decía que tenía unos corrales tan modernos que sus puertas se abrían accionando un botón, sin ninguna cuerda engorrosa, y por el magnífico efecto del aire comprimido. Me aseguraba, incluso, que en Madrid casi todo era perfecto, que los toros nunca se caían y que los presidentes se sabían el reglamento y eran aficionados de los buenos, tipos que soñaban con toros encastados y en puntas a los que Paula, es un decir, les sometía toreándolos de frente y al natural como en aquella tarde onírica del otoño de 1987, cuando un toro de Martínez Benavides, el ganadero rico de Posadas que legó todos sus bienes a los pobres de su pueblo, propició aquella faena del gitano de Jerez y a la postre, una de las crónicas más bellas de Joaquín Vidal.
Pero en mis últimas visitas a Las Ventas he visto un edificio decadente, casi una alegoría de una imponente vasija que alberga un espectáculo anodino y gris. En provincias (al menos desde la mía, que es La Rioja y que además es Comunidad Autónoma) esperamos cada año San Isidro como un maná: ¿Saldrá este año lanzado de verdad un torero? ¿triunfarán nuevas ganaderías? ¿volverá el encaste santacoloma? ¿será su público una referencia real para medir el espectáculo? No lo sé. A veces veo a Las Ventas como un singular manicomio donde cada idea funciona con la liturgia de una facción. Si se ve por la tele, además del palco de C+, la sensación de la plaza es vaga: gente guay en la sombra, banqueros, políticos, adinerados varios, mujeres de tronío, bellezones de revista y a lo lejos (pero muy a lo lejos, casi al otro lado de la M-30) el siete, ese espacio repleto de ‘integristas’ que sólo quieren bajar de su machito a los que van de figuras. Es curioso, pero uno escucha las radios –sean de la tendencia que sean– o las teles –idem de idem– y sólo coinciden en denostar al siete, por su falta de afición (¿?), porque están en contra de todo y porque además, son unos maleducados que protestan a los presidentes por no devolver a los corrales a los toros cuando se dan de morro contra el ruedo o se pegan costaladas a los pies de los caballos de picar, esos inefables caballos ciegos, sordos y seguramente drogados que parecen una estatua y que se echan encima de los astados moribundos con una doma de alta escuela ¡manda bemoles!
Me produce hilaridad, por ejemplo, la forma en la que el presidente de la pajarita saluda a los espadas al final del paseíllo, porque detrás de esas formas huecas y engoladas subyace el mismo personaje que se veía en la tele apremiar en el callejón a los toreros el día de los Miuras de este último San Isidro para que hicieran señas y aspavientos al presidente de turno y que así continuara la corrida. Por cierto, este señor vino a Logroño a presidir hace dos años la Feria de San Mateo y tuvo que salir un día escoltado por la policía para poder abandonar la plaza.
Da la sensación de que Las Ventas se ha convertido en una especie de Pasarela Cibeles de la tauromaquia, con una nueva empresa que parece la misma que la vieja y que la revieja, con similar escasa afición y que ha hecho que en verano la plaza más importante del mundo sea un año más un desierto total, aunque hayan puesto sillas sobre el cemento para que se siente el viento, pienso yo. ¿Dónde está la afición de Madrid? ¿Queda afición en Madrid?
Me llama la atención que en Las Ventas no vayan por sistema las más prestigiosas ganaderías con sus lotes de mejor nota y es alucinante que las figuras –¿hay figuras en la tauromaquia actual?– pasen por aquí como de soslayo. De hecho, hay matadores de lo alto del escalafón que no han dado ni una vuelta al ruedo en Las Ventas y ganaderías claves en ferias de postín que hace décadas que Florito no las huele. ¿Por qué Cebada Gago no lidia nunca en Madrid? ¿Será por dinero?
Tengo la impresión de que Madrid sólo es San Isidro con sus mil corridas apelotonadas en las que no hay tiempo para la reflexión, acaso para el cabreo, en un desfile de festejos sin interés al que se abonan año tras año ganaderías desprestigiadas y toreros mediocres que sobreviven como muchos políticos nefastos en el lodo de los malos resultados, en el barro de la turbamulta.
Desde provincias –al menos en la mía, repito– también se ve que a las autoridades de la Consejería de turno, la plaza de Madrid no les importa ni un bledo: sólo interesa el botín de San Isidro, el clavel reventón ése de las tardes inapelables y que le saquen a uno en la tele, con un puro, hablando por el móvil o ramoneando un güisqui mientras tal o cual se las ve con un ‘domé’. Mala cosa es la sensación que llega desde Madrid a las provincias. Mala cosa que la que debiera ser la primera plaza del mundo sea un circo mundial en invierno y un excelente escenario de ópera al aire libre en verano. Mala cosa que en las caras de las fotos de los ladrillos no se masque el miedo de la responsabilidad, la sensación cautiva de desamparo que hay que tener en esta plaza, y que cuando la miramos los de provincias, al menos en mi caso, nos mate por su escaso aliento taurino. Madrid me mata y por eso, cuando voy a Las Ventas, me refugio en el siete, en esa cueva de malos aficionados que sueñan con toros encastados y con el Paula, es un decir, toreando de frente y al natural un sobrero de Martínez Benavides, un señor rico de Posadas que legó todos sus bienes a los pobres de su pueblo.

Artículo publicado en La Voz de la Afición, de la Asociación 'El Toro'. Otoño 2005

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