viernes, 7 de octubre de 2005

La cumbre de los maestros


Rugió estremecedora la voz de Alonso Núñez, Rancapino, en una siguiriya donde afloraron los sonidos negros del flamenco; los que no se pueden escuchar a diario porque casi son una travesía metafísica donde la hondura y el dolor van de la mano desde el principio hasta el último compás. Estuvo sembrao este Rancapino que pareció venir a Logroño con la voz lastimada y que se fue del escenario tras haber cuajado uno de los cantes más hirientes de la panoplia flamenca.
Tuvo la genuina virtud de sobreponerse al dolor de una garganta que no le respondía como quería. Aún así, la arañó para sonsacar con el estómago, con las mandíbulas y con todas sus articulaciones ese grito donde reposa el acontecer más hermético del duende, el que no tiene ni explicación ni vuelta de hoja, el que se ciñe a algo mucho más insondable que cualquier razón para atravesar hasta el fondo todos los andamiajes del alma humana.
Pero si la siguiriya del chiclanero tuvo sublime enjundia, todo lo que hizo Juan Ramírez, Chano Lobato, estuvo preñado de ese no sé qué que tan sólo poseen los genios verdaderos del arte. Cuánta sabiduría desplegó en los cantes que nos fue regalando en esta noche mágica. Desde la soleá robusta, recia e iluminada de su presentación hasta los tanguillos de Cádiz, en los que se desmelenó por derecho.
Chano Lobato es un flamenco especial, único, genial e irrepetible. Él fue el encargado de abrir el recital del jueves. Un detalle: sólo su caminar, su apostura y el sentarse en los tres últimos centímetros de la silla lo convierten en un ser inimitable. Pero es que luego abre la garganta, la pasea y la convierte en una pluma con la que es capaz de cantar por todos los registros que tiene el flamenco. Pocos son capaces de dolerse como lo hizo por las soleares o en la malagueña, en la que metía la voz hacia dentro y susurraba el cante tan despaciosamente que le salía milimétrico, imposible de descifrar y mucho menos de analizar sin caer en la más espantosa de las presunciones, uno de los mayores riesgos del ejercicio de la crítica.
Chano Lobato es un maestro de los que crean escuela y además, un portento de ternura. El cante flamenco tiene en su persona uno de sus máximos valedores: es capaz de rizar el rizo del academicismo para segundos después ponerse una guayabera blanca, un sombrero panameño, enfilar un habano por las calles de Santiago de Cuba y entonar su “vamonó pa cái, vamonó pa cái...”
Pero además de estos dos maestros, hubo más, mucho más. Juan Habichuela está por encima del bien y del mal. Toma su guitarra y la mece como si se tratara de uno de sus nietos. No da un golpe de más, ni de menos y consigue una sencillez interpretativa tan elegante que debe de ser un placer para un cantaor que alguien como él le acompañe en los tercios. Juan es un maestro para las nuevas generaciones de tocaores porque todo lo que hace lo lleva con una mesura poco acostumbrada en estos tiempos efectistas, en los que se busca más la complejidad técnica que la pura expresión de los sentimientos, y en este terreno, Juan, el viejo, el Habichuela clásico, es un auténtico referente.
Y su hermano, Pepe, no le anduvo a la zaga. Con un toque más enérgico derrochó sabiduría y compás, sobre todo compás. Llevó de su mano a Rancapino y con su guitarra, a veces sincopada y otras más larga, constituía un verdadero placer escuchar cómo iba dando las entradas a los cantaores y la forma en la que se estiraba en las falsetas intermedias.
La nota de color de la noche corrió a cargo de Paco Valdepeñas. Inclasificable artista, pero artista al fin y al cabo. Alguien dijo de él que llevaba cientos de juergas flamencas y correrías a sus espaldas. Y aunque tiene un limitado caudal de voz y un baile corto, cortísimo, posee el ángel necesario para cautivar a base de pinceladas, desplantes e imposibles juegos con su chaqueta.
En fin, una noche flamenca memorable en la que cuatro maestros dejaron tras de sí un manantial de flamencura que nos hizo soñar como nunca.

sábado 8 de mayo de 1999

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