martes, 22 de septiembre de 2015

Adiós Zalduendo y ¡Viva Perú!

Adiós Zaldueno, respetuosamente, pero enérgicamente, te escribo esta torpe misiva esperando que nunca más vuelvas por esta plaza. La corrida que nos has enviado a La Ribera es antitaurina, toros que no son toros, con pitones que apenas parecen tal cosa y que derriban el mito de lo bravo, de la belleza del toreo, de la emoción. Toros que se traen Morante y El Juli a Logroño para caminar en el filo, para no sé sabe muy bien qué, para aburrir, como lo hizo el diestro de Madrid que parecía una sombra de sí mismo. Es verdad que el lote que sorteó fue horroroso, pero no es menos cierto que a pesar de que lo intentó –especialmente con el quinto– la realidad es que no cogió el aire a ninguna de las embestidas y ambas fueron desdibujándose casi desde el inicio. La primera nació muerta; y la segunda, con un toritillo chiquitín y patidifuso, duró menos que nada, menos que lo que le cuesta un ‘veedor’ de una figura llegar a la finca –la de Zalduendo, por decir una y reseñar los toros: «Los más chicos e insignificantes que tengan me los llevó yo para provincias, para capitales y para donde haga falta». Es decir, toro chico y billete grande. Será por dinero. Será por obligación, por aguantar el temporal o para fastidiar. Morante abrió la corrida con otro impresentable ‘zalduendín’. No se tenía en pie. Y el de La Puebla tiró líneas con el tiralíneas. No hubo capote, ni muleta; nada hubo y se esfumó la pasión de lo que se esperaba.  Hubo que esperar al cuarto, estrechito de sienes, al que recibió con alguna verónica estimable y al que sorteó por chicuelinas demasiado mecánicas, sin ese vuelo del capote suyo que parece deshacerse de pura seda. La faena tuvo momentos de extraordinaria belleza gracias a ese compás suyo de envergadura. Pero por la condición del toro impuesto que imponen, los muletazos salieron a medias, esbozos guapos de un maestro grande, pero realmente insuficiente cuando se espera de él casi todo. Hubo también un cambio de mano tremendo. Cómo torea Morante, me dije. Y cómo debe de ser cuando lo hace con un toro. El paraíso, ese mismo que ayer nos arrebataron los toros antitaurinos de Zalduendo. Acabó con enormes muletazos por alto por ambas manos y abrochó la faena con una buena estocada en el segundo encuentro. El toro se resistió a morir y la imagen fue escultórica, solemne, como decía Juncal que debía de ser la muerte del toro. Hubo petición más no oreja; yo se la hubiera dado. Roca Rey cortó dos orejas, una en cada morlaco. La primera a base de colocación, entrega, valor, prestancia, improvisación, y ese quererse comer el mundo que traen an algunas ocasiones los toreros que desean derribar la puerta. El patadón fue tremendo, y lo hizo además en un quite al toro primero de El Juli por tafalleras, gaoneras y revolera que puso la plaza a cien. Fue tal el patadón que la sombría corrida se iluminó por la magia del querer. Roca Rey se pasó el toro por la espalda en un muletazo increíble (segundo patadón), toreó muy de verdad, con variedad, ritmo y profundidad. Incluso mató de un superior volapié. Yo le hubiera dado la segunda oreja y nadie se habría roto las vestiduras. Se la jugó a carta cabal con el sexto e hizo recordar que el toreo necesita sangre nueva y toros que no sean antitaurinos para seguir emocionando al personal. ¡Viva Andrés Roca Rey!, ¡Viva Perú!

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