martes, 31 de diciembre de 2013

EL TORTA, EL CANTAOR INCOVENCIONAL

Juan Moneo ‘El Torta’ se presentó en Logroño y dejó bien claro que su cante es exclusivamente suyo, que su expresión artística no está sujeta a los vaivenes de las modas o al dictado de lo que impongan ni los tiempos ni las obligaciones. Juan Moneo es un ser libre con un espíritu inquieto, un flamenco jerezano que canta con especial solera y que no realiza ninguna suerte de concesiones. Quizás, su arte suene tan rancio porque destila la virtud que sólo poseen los artistas más auténticos. En él nada está sujeto a lo convencional, por eso es así, descarnado e infatigable; a veces remolón, pero nunca hueco. Su cante, su estilo, su fuerza, es el eco inmemorial de algo que se aprende desde chiquetito, pero a lo que no se puede llegar por el estudio metódico. ‘El Torta’, cuando era niño, aprendía de sus mayores, se sentaba al lado de ellos y allí, callado como una ameba, iba recogiendo como una esponja esos cantes de la plazuela, los desconsuelos, los sabores de las fiestas, su fatigas, el rajo y un compás de ese rincón del sur tan absolutamente inimitable. Pero la verdad es que el concierto fue hermoso aunque no trepidante, porque para disfrutar plenamente de los ecos de Jerez hay que tomarse las cosas con cierta parsimonia y ‘El Torta’ anduvo un punto acelerado, sobre todo en la primera parte de la actuación, ésa que remato al golpe de sus bulerías personales, que las apedilla así quizás por su desigualdad, pero en la que dejó algún requiebro a compás más que destacable. Singularmente hermososas fueron las alegrías de los inicios, en las que navegó como en Jerez se sabe, arrastrando las sílabas y dejando un quejío completamente distinto al de los ecos de Chano Lobato: «Mismo cante y dos cantaores; dos sentimientos distintos y ecos dispares. Eso es el flamenco, ¡señores!».
Pero tras el descanso llegaron los mejores instantes de la actuación, sobre todo en tres momentos: el martinete, la siguiriya y la bulería dedicada a Rafael de Paula, donde se gustó sobremanera y en la que la accesibilidad del cante hizo que el público conectara con él en los momentos de más entrega de este cantaor, que está renaciendo de unas cenizas a las que le llevó su mala cabeza y los avatares de la infortuna.
Tras el receso, ‘El Torta’ se marcó un cante por martinetes –también llamada toná, debla o carcelera– de los que dejan huella. Con el silencio el cante parece engrandecerse y la voz de este flamenco alcanzó momentos de especial belleza. Como en la siguiriya, en la que alcanzó su cénit de inspiración. ‘El Torta’ parecía, por momentos, desangrarse en un imposible combate con el universo, con su propio yo, con la vida. Si alguien quiere saber qué son los sonidos negros que se acerce a este cantaor y se los susurre. Acabó con una belleza en forma de bulería, decicada a ese genio de la muleta llamado Rafael de Paula, el torero más onírico y espiritual de todos los tiempos. Y en este cante, ‘El Torta’ se cebó. Un buen concierto de un flamenco que parece renacido. o Esta crónica la publiqué en 2005 en Diario La Rioja

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