sábado, 28 de septiembre de 2013

SOBERBIO ALIENTO DE CLASICISMO

Paupérrima corrida de Alcurrucén para cerrar la Feria de San Mateo: una de las peores tardes ganaderas de las últimas temporadas en nuestra ciudad merced a un lote de toros incoherentes (casi todos fuera de tipo) e infumables. Eso sí, los seis, con cuernos tan astifinos como alfileres. Por cierto, uno empieza a preguntarse a estas alturas de la película sin han nacido  tan buidos o se afilan a sí mismos en esas noches de luna llena en la soledad de los alcornocales. No lo sé (aunque lo barrunto), pero la naturaleza táurica tiene cosas incomprensibles, secretos inalcanzables, gurús ganaderos que hacen de la alquimia de la escofina verdaderas obras de arte sin que nadie se dé, o quiera darse cuenta, de que dicha manipulación –en el improbable caso de que exista– es tan perniciosa para poner como para quitar. Obviamente, lo primero se ve a la legua y a veces se canta, pero lo segundo –como queda tan lucido– se esconde en la rutina de las crónicas y en ese falso torismo que tanto abunda y que sirve precisamente de coartada perfecta para los intereses manipuladores. Dicho esto, y llegados a este punto, los toros de Alcurrucén rozaron el moruchismo. Hubo uno especialmente inquietante y torvo, un ‘cabrón’ con pintas, que de tan feo que era, que de tan mal construido que estaba, no hizo nada más que obedecer a lo que le imponía su anatomía: derrotes secos, cuchilladas, frenazos por doquier y toda suerte de barrabasadas con las que Diego Urdiales, que estuvo ayer soberbio toda la tarde, respondió con una naturalidad alucinante. Era el segundo de la corrida y ante cada tarascada que emitía, el de Arnedo le respondía con aplomo y cintura, con una suavidad en los vuelos infinitesimal, como en esa ocasión antes de banderillas en la que le ofreció el capote tan templado que al especimen no le quedó más remedio que obedecer. La faena fue un compendio de técnica y de poder, de suavidad ante un toro que escondía la cara entre las manos y que fue incapaz de ofrecer una sola embestida en condiciones. Sin embargo, lo mejor de Urdiales y de toda la corrida, fue la faena al quinto, otro torancón de horribles hechuras, con el que dibujó una faena de seda, templadísima, sin importarle que sólo tuviera potable el inicio del muletazo para desentenderse después del engaño y salir con la cara por las nubes como anestesiado. Diego estuvo tan torero, tan templado, tan cuajado y tan firme, que las tandas comenzaron a brotar con un compás que parecía hijas de la improbabilidad. El sitio que pisa Diego Urdiales es diferente al de casi todos, la suavidad de su toreo es un desusado canto a un clasicismo, su torería, la manera que tiende de comprenderlo todo sobre las distancias y de los terrenos está al alcance de unos pocos elegidos. Por eso es fácil comprender cómo con semejante astado hiciera lo que hizo: torear templado, natural, enganchando las embestidas con los vuelos y con una técnica exquisita para soltarla después en el sitio exacto en el que comenzar cada muletazo. Sin retorcimientos, imponiendo el privilegio de sus muñecas hasta el último vuelo de su muleta. Tengo confianza plena en él. Y ahora más que nunca estoy plenamente convencido de que su toreo, que llega a unos niveles que sólo alcanza un grupo muy selecto y escaso del escalafón, es su pasaporte para ese futuro que tanto anhela y que tantos admiradores suyos deseamos. o Esta crónica la he publicado en Diario La Rioja.

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