martes, 12 de julio de 2011

PRIETO DE LA CAL, LOS TOROS DEL RÍO TINTO

Hoy he tenido la oportunidad de adentrarme en uno de los enclaves más increíbles del toro bravo, los de la finca onubense de La Ruiza, de la mano de Tomás Prieto de la Cal, en su Land Rover y con mi mujer y mis hijos como compañeros de ruta. Es curioso, pero he tenido las mismas sensaciones que sentí cuando tuve la oportunidad de conocer por vez primera los calados de la centenaria bodega López de Heredia, ésa que da luz a los peculiares e inimitables Viña Tondonia. Y es que existe algo en común entre las barricas viejas presas de la oscuridad donde gravitan los taninos ensamblandose a toda lentitud, y los cerrados donde habitan los increíbles veraguas de Tomás Prieto de la Cal. Ambos son pura arqueología y ambos están por encima de las modas, de los presciptores y de los mercados. El tiempo parece que ha perdido inexorablemente la batalla merced al afán de dos familias únicas que hacen lo que sienten sólo con el propósito de preservar un tesoro que guardan como oro en paño.

La Ruiza huele a toro, las estancias interiores de la casa, repletas de trofeos, generales irredentos, armaduras de época y cabezas de toros míticos, parecen haberse detenido en el espacio; es un lugar en el mundo recluido en sí mismo, al igual que los túneles de López de Heredia, atestados de hongos y telarañas, con paredes ennegrecidas en un silencio de cal en los que se escucha el rumor de los meandros del Ebro. En La Ruiza hay otro río, el Río Tinto, uno de los cauces más extraños del planeta, nacido la Sierra del Padre Caro, muy cerca de Nerva -¡qué nombre más torero!- y de aguas rojas que se caracterizan por su extrema acidez y en las que viven microorganismos que se alimentan sólo de minerales que se adaptan a hábitats tan extremos que hasta los cientificos de la NASA han realizado estudios por asemejarse su entorno a las condiciones de vida que puede haber en Marte. Cerca de su desembocadura esta la finca de Tomás Prieto de la Cal y de sus alucinantes toros jaboneros, albahíos, melocotones, colorados o berrendos de todas las gamas cromáticas imaginables. Toros de acento inmemorial: los ves y sabes que no existen otros iguales, como cuando se acerca uno a la nariz un Viña Tondonia y empiezan a aparecer esos aromas lánguidos y finamente persistentes que se abrazan a la historia y a la tradición siendo tan actuales ahora mismo igual que hace cien años.

Los toros de Prieto de la Cal son toros antisistema, astados únicos que no atienden a las modas de la uniformidad. Una variedad irredenta que está por encima de intereses empresariales, de gustos impuestos, de masificaciones, de prosopopeyas. Igual que los vinos de López Heredia que no les dio la gana de sucumbir ante los gustos parkerizados del todo a cien, de extracciones brutales, de concentración de colores. A mí cuando los pruebo la boca me sabe a terciopelo. Sedosidad, complejidad, la boca me rebosa de intangibles. Como los astados de Prieto de la Cal, dioses bañados por el Río Tinto y las aguas del Corumbel, animales que viven en un paraíso con pastos duros como el metal y que imponen al visitante por su deslumbrante trapío, por la belleza de sus anatomías, de sus pelajes que se confunde casi con el de los yacimientos de las Minas de Río Tinto, complejidad de todos los colores de la gama del marrón al melocotón, tostados, descarnados colores de piel en la que se dibujan sus poderosas musculaturas sin despegarse demasiado del suelo: patas cortas, finura inmediata de cabos, hondura impresionante en los machos y finura de atleta en las hembras, coronadas ellas de preciosas y armónicas arboladuras.

Tomás Prieto de la Cal posee un tesoro y a mí nunca se me va olvidar las horas que he pasado a su lado -como una esponja- escuchando su discurrir pausado sobre la misma esencia de la crianza del toro bravo.