martes, 6 de julio de 2010

TOREANDO EN LA ALCARRIA

De ruta con Diego Urdiales hasta la ganadería de Cantinuevo, una isla de bravura en el corazón de Guadalajara

La primera vaca es honda como una curva de Piqueras; ágil y mansa, rápida e incierta

La Alcarria en la zona de Fuentelencina, en el corazón de Guadalajara, tiene estirpe mesetaria pura: largos páramos donde el sol aplasta, tardes inacabables y memoria de secano en hondonadas suaves de maíz y cebada que parecen pequeños mares que juguetean al compás de una melancólica brisa de poniente. Lejos de Pamplona en el mapa, pero más cerca de ella que nunca en el calendario, Diego Urdiales y su banderillero Víctor García El Víctor, apuran la preparación para la corrida del siete de julio: «Primer toro de la feria de San Fermín y... primera merienda», apunta socarrón el torero de Calahorra en un alto en el camino para comer en Medinaceli; ciudad del cielo –para los moros– en la que los legionarios romanos depositaron un bello arco triunfal que permanece impasible en una loma que apenas se divisa desde una autovía llena de coches pero sin agobios. Dos toreros en ruta: suena Camarón en el cedé y el maletero se rebosa de capotes y muletas y un campero traje gris marengo. Más de setecientos kilómetros en un día para tentar vacas viejas –pero sin torear– en la finca de Cantinuevo, una ganadería joven que produce toros bravos de encaste Juan Pedro Domecq, vía Las Ramblas, y caballos de pura raza árabe, que se cotizan a precios increíbles y por los que vienen hasta este lugar jeques potentados de Dubai para que las yeguas del desierto sepan lo que es bueno. «Aquí no montamos los caballos, nos conformamos con mirarlos», dice Antonio González, propietario de esta ganadería y amante de una raza peculiar de equinos de ojos saltones, cabeza en forma de cuña y cuerpos ligeros y estilizados como una flecha. Y frente a las inmensas caballerizas, una increíble plaza de tientas cubierta, con callejón y un ruedo de tierra blanquecina, como el tuétano de una avellana. A Diego lo recibe su apoderado de ahora, Luis Miguel Villalpando, y David Iglesias, su apoderado de siempre, que le mira a los ojos casi como a un hijo. En un todoterreno blanco llega Rubén Pinar, y casi por ensalmo se dan cita los dos últimos triunfadores de la feria de San Mateo. El torero de Tobarra va a lancear con niqui claro y en la puerta de chiqueros espera su turno un muchacho que hace de tapia: Juan Millán, que viste de vaqueros rotos e ilusiones. La primera vaca es honda como una curva de Piqueras; ágil y mansa, rápida e incierta; embiste a mansalva, sin pararse nunca hasta que el de Arnedo le saca la muleta por abajo en un recital de parsimonia; la segunda es para Pinar, que no se gusta aunque solventa con facilidad las embestidas finales de una castaña de cuernos acaramelados. Diego no se cansa nunca de ofrecer una y otra vez su muleta hasta lograr momentos de temple infinito con la quinta, una tía de casi cinco años a la que ha ido seduciendo hasta lograr sacar algo parecido a la bravura. El afán del torero riojano tiene claro dónde se encuentra el secreto del toreo al natural: «Las cosas hay que sentirlas para que sean de verdad», subraya sudoroso entre faena y faena. Comenta Diego que el toreo es un diálogo con el animal: «Mira, a cabezonería siempre gana el toro, por eso se trata de ir dándole siempre lo que pide, la distancia precisa, el ritmo, la colocación y el temple. Ahora bien, si quieres ser puro toreando no queda más remedio que arriesgar, darle las ventajas, ofreciendo al animal los vuelos de forma suave, sin brusquedades, sin aspavientos». Y en esa quinta vaca, la más terca, pero menos osada que la primera, el torero de Arnedo se fue al centro del ruedo y navegó con la muleta en la izquierda tomada casi como una pluma, apenas asida del palillo con las yemas de los dedos. Y brotó el toreo al natural con un delicadeza infinita. «¡Cómo te sale!», le decía Rubén Pinar al riojano en ese diálogo franco de toreros en el campo. Y al final el tapia, todos los sueños en la mano... todo el futuro. Diego le aconseja que cambie de terreno a la vaca para que embista mejor: «Dale un tironcito y déjala aquí», le dice. Y la vaca, por esa ciencia infusa de las querencias, embiste ahora mucho mejor, casi como si fuera otra. ¿Cómo lo sabías?, inquiere el cronista boquiabierto: «Era lógico, ella siempre ha estado más cómoda lejos de chiqueros», contesta Diego Urdiales, mientras El Víctor se encarama al caballo para probar suerte como picador en la última cuatreña. «El toreo es un diálogo y entender los mensajes de los animales su esencia», sonríe.

o Este artículo lo he publicado hoy en el Suplemento V de Diario La Rioja y la foto es de Arsenio Ramírez

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