sábado, 17 de abril de 2010

El día que El Juli me hizo llorar

Torería pura, profundidad, hondura y temple; ambición, técnica, poder, orgullo, camino de perfección, listeza, imaginación, talento, recursos, precisión en los toques, colocación medida, lidia, sencillez, finura, lujo, variedad, personalidad, estética, inteligencia, seriedad, entrega, compás, largura, sinceridad, belleza…

Todo esto y mucho más derrochó El Juli ayer bajo la lluvia en esa imperial Maestranza mojada, calada hasta los huesos, pero feliz de ver a un torero en su máxima expresión; a un matador redondo y pleno que puso sobre la balanza del escalafón su montera, su alma, su mismo ser para hacerme llorar viéndole roto de tanto torear, de tanto temple, de consumar al fin uno de los retos más formidables que ha vivido un torero en la historia de la tauromaquia: inventarse y sacar de dentro casi otro torero desprendiéndose de cualquier oropel o, por decirlo de otra forma, de la más mínima ligereza, que pudiera empañar su talla de maestro inconfundible.

Aquí El Juli, la depuración exacta de su íntima alma; aquí un perfeccionista sin locuras, un torero que sabe llorar haciendo llorar a los demás por su genuina decisión de limpiar cualquier aspereza, cualquier limadura que ose tapar su osamenta, su arquitectura de complejas realidades y de diáfana torería.

Pero no me hizo llorar por su convencimiento, me hizo llorar por ese temple aristotélico con el que fue dialogando con los dos toros del Ventorrillo a los que desorejó, al noble y rítmico con el que le robaron desde el palco el segundo trofeo, y al más bravo cuarto, con el que puso una pica en Flandes sin apenas despeinarse y haciendo de cada muletazo una teoría del toreo, una tauromaquia.

El ussía le ninguneó la primera faena; pero esa faena ya es historia de la tauromaquia; a su pesar y para nuestro jolgorio. Así se cuaja un toro de principio a fin, con el capote, con la lidia mecida, con la muleta en una sinfonía de conocimiento y templanza, de hondura., de guante de seda y puño de acero. Bueno el toro, sin ambages, sin exageraciones; bella y armoniosa también su estampa y una carita limpia de toro astifino con verdadero corazón de casta noble.

Y surgió el toreo pero no por empecinamiento; surgió porque había llegado su hora; era el momento, el día señaladito para consagrar a este Juli maestro como indiscutible maestro, como edecán del toreo, como guardián de todas las llaves y conjuros.

Y lloré, claro que lloré… y no me arrepiento de no haber sido nunca julista, pero confieso casi en el estribo del sueño y al final del folio digital, que no hay torero como a mil leguas a la redonda. Aquí El Juli, acullá los demás y si quisiera el-que-yo-me-sé; y quisiera El Juli también, en dos días ponían bocabajo entre los dos el país entero: desde Sabadell hasta Oropesa, desde Cangas a Palos, desde San Sebastián a Sebastopol y Pernambuco.

Viva el toreo Juli, viva tú y no desistas nunca en tu empeño de hacernos llorar como ayer, aunque lloviera a mares sobre la Maestranza.

o Foto de Joaquín Arjona.

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