martes, 16 de febrero de 2010

Emilio Muñoz y el toro de Zalduendo (aquella faena y aquella crónica de Joaquín Vidal)

El toro y el torero. De repente se produjo la conjunción del toro bravo y el torero bueno. Qué maravilla. Tiempo hace que no se veía este fenómeno cuya síntesis es el toreo auténtico, la verdad de la fiesta. El toro de Zalduendo: un guapo ejemplar, bravo en todos los tercios, boyante para cualquier suerte, noble hasta que exhaló el último suspiro. Emilio Muñoz: el torero bueno, artífice puro de las reglas del arte, un temperamento arrebatado cuya inspiración generaba una cascada de emociones. Emilio Muñoz: un veterano ya de vuelta de tantas cosas que se daba perdido para la fiesta; Zalduendo: una ganadería comercial, torifactoría de productos bobalicones, antítesis de la casta brava. Y resulta que con ellos surgió la sorpresa. Y la fiesta volvió a ser aquella que apasionaba a los públicos, que los convertía en aficionados fieles y la veneraban comi si se tratara de una religión. El toro se arrancó de largo al caballo con enorme fijeza, lo estrelló contra las tablas y lo derribó con estrépito. Recargó en el segundo encuentro metiendo los riñones. Acudió recrecido al cite de los banderilleros, galopando con sostenida templanza que facilitaba las reuniones. Y llegó noble y enterizo a la muleta... Ahora se necesitaba la presencia de un torero cabal que supiera hacer honor a esa nobleza. No es fácil encontrarlo. Los toros bravos descubren a los toreros malos, se suele decir, y estos son lo que abundan. Claro que también engrandecen a los toreros buenos. Y allí estaba Emilio Muñoz, a quien nadie va a enseñar este oficio; Emilio Muñoz, que ha bebido, desde niño, en las fuentes del toreo clásico. Y le salió la vena torera. Desde el primer muletazo le salió. Y a los pocos compases ya estaba en el platillo ligando los naturales; ligándolos de verdad, imprimiendo hondura en cada pase,abrochando las tandas mediante el de pecho, que barría al bravo toro de cabeza a rabo. O con un fastuoso despliegue de muletazos bellísimos, el molinete a izquierdas, el afarolado, la trincherilla, el pase de pecho otra vez. La antología del toreo desgranaba Emilio Muñoz, que mudó a los derechazos y los instrumentó con relajada apostura y suave cadencia. Uno -ha de confesar- no quería verlos. Para qué los derechazos. Quién sería el que los inventó; quién el impúdico que los convirtió en toreo exclusivo, relegando arteramente la categoría del toreo fundamental, que es por naturales. El propio público intuía aquello. Y bajó la intensidad de las ovaciones, que volvieron a encenderse cuando otra vez Emilio Muñoz se echó la muleta a la izquierda, y se entregó en la suerte, y se pasó ceñido al toro, y seguramente fuera de sí -pues estaba absorbido por el arte- perdió la mesura en los desplantes; como si hubiese enloquecido, como si se hubiera emborrachado de torear...

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