El catedrático de Filosofía de la Universidad de París escribe para LA RAZÓN y retrata el espíritu y el ritual del toreo
El francés Francis Wolff debatirá en el Parlamento catalán a favor de los toros
Un día, un periodista me preguntó si la corrida era de derechas o de izquierdas. Había motivos para dudar: en Francia hay tantos aficionados de izquierdas como de derechas. Y la defensa de la tauromaquia es el único punto común político entre los cincuenta municipios que se han movilizado para que la UNESCO reconozca la Fiesta como patrimonio inmaterial de la humanidad.
Yo respondí: «No más que la ópera, el flamenco, o el ciclismo, los toros no son de derechas o de izquierdas. Sin embargo, hay partidos ecologistas que deberían reconocer en la Fiesta sus propios valores. Por desgracia, estos partidos suelen estar teñidos de una ideología animalista muy poco ecológica, y llenos de militantes que ignoran la realidad de la vida del toro en el campo y de su muerte en el ruedo».
Ecosistema único
Los defensores de la corrida sí dirigen un combate ecologista. Primero, defienden una de las últimas formas de ganadería extensiva que existen en Europa, en la que cada animal dispone de entre una y tres hectáreas de territorio. Acabad con la corrida, y muchas de esas tierras hoy reservadas al toro de lidia se destinarán a una agricultura intensiva o industrial. Defienden un ecosistema único, la dehesa, que es una verdadera reserva de fauna y flora a imagen de los grandes parques naturales protegidos. También defienden la biodiversidad. El toro bravo constituye una variedad única de toro salvaje preservada gracias a las grandes ganaderías, y que quedaría condenada al matadero si se acabara con la Fiesta. Es un caso único de ganadería que respeta casi todas las exigencias de la vida salvaje del animal (territorio, alimentación, etc) precisamente porque es necesario, en vista del futuro combate, preservar su instinto natural de agresividad y de desconfianza hacia todo intruso, en particular el hombre. El toro de combate es el único animal doméstico que para satisfacer las finalidades humanas para las que ha sido criado necesita que no se le domestique. Ha de ser criado lo más «naturalmente» posible – pues de no ser así, su combate en la arena sería imposible y la corrida perdería su sentido-.
Condena del animal
¿Existe espectáculo o arte más ecológico que la Fiesta? Seguramente no. Pero resulta que muchos ecologistas «olvidan» sus valores para adoptar valores animalistas opuestos. Defender la biodiversidad, el equilibrio de las especies y de los ecosistemas no tiene nada que ver con el hecho de ocuparse del destino individual de tal animal. No se puede salvar la especie «leopardo» y preocuparse del sino individual de las gacelas. Hay que elegir. Para salvar el toro de lidia como especie, hay que sacrificar algunos ejemplares destinados a la arena más que al matadero. Resulta paradójico que para salvar a unos ejemplares haya que condenar toda la especie, tornada inútil, al matadero. Pero ¿no podemos compadecernos de la suerte de los animales? Por supuesto. Debemos devolver a nuestros perros y gatos el afecto que nos profesan; una especie de contrato moral afectivo nos une a estos animales de compañía, y claro que resulta cruel pegar a su perro o inmoral abandonarle en el área de servicio de una autopista. Con los animales domésticos, tenemos otro tipo de contrato moral: nos dan lana, cuero o carne, a cambio de nuestra protección, una alimentación adaptada y condiciones de vida decentes. Resulta cruel criarles masivamente y reducirles a máquinas de carne. ¿Y con los toros bravos? Otro tipo de contrato nos une a ellos: respetar su bravura mientras viven y hasta en la muerte. Por tanto, es moral criarlos de acuerdo a su naturaleza brava (libre, insumisa y rebelde) y sacrificarlos en un combate que les da sentido, importancia, gravedad; un cara a cara que respeta su naturaleza brava, y durante el cual el hombre arriesga su propia vida a la altura del respeto que éste tiene por la vida de su adversario. ¿No es eso más moral que la contención forzada y el sórdido silencio de un matadero?
Que no guste la corrida por una cuestión de sensibilidad personal, es comprensible: todas las sensibilidades son respetables. A quienes lo ignoran todo sobre la corrida, las condiciones de vida o de muerte del toro, la ética del combate y su estética, a todos los que se imaginan un espectáculo cruel y sanguinario, sólo hay que aconsejarles que visiten algunas ganaderías o asistan a algunas tardes heroicas y grandiosas. Verán la comunión espiritual que rodea a este espectáculo desgarrador y sublime. Y si prefieren mantenerse alejados de los toros y conservar sus prejuicios, son libres, a condición de que su ignorancia no les haga intolerantes con quienes no piensan ni sienten como ellos. Pero que algunos se atrevan a calificar de «tortura» el peligroso enfrentamiento del ruedo, donde el hombre arriesga su vida en cada instante, eso es una cuestión de mala fe. Es un insulto a todos los torturados de la tierra. Es querer invertir el sentido de las palabras: torturar es, sin correr ningún peligro, hacer sufrir a un adversario al que se ha dejado indefenso, mientras que lidiar un toro, consiste en que el animal pueda en todo momento atacar libremente a su oponente al que puede herir en cada instante, un animal cuya bravura y peligro se acrecientan según transcurre el combate.
Si fuera un buey, no dejaría de huir (y eso sí sería tortura) y entonces no habría corrida; si el toro fuera realmente torturado, huiría en lugar de redoblar esfuerzos y seguir luchando. Hablar de tortura para referirse a la corrida es atacar a todas esas actividades, sin embargo bien pacíficas, que implican la muerte de un animal, como la pesca con caña. ¿Se puede llamar torturadores a esos pescadores domingueros? ¡Los aficionados no disfrutan con las heridas del animal! Admiran la inteligencia del hombre, la bravura del animal, el valor de los combatientes, la transformación de una fuerza bruta en obra humana. Los autoproclamados defensores de los animales, que se arrogan el monopolio de la moral y de los buenos sentimientos, como si nosotros, los aficionados, fuéramos insensibles e inmorales, todos esos animalistas, se compadecen quizá de los sufrimientos de algunos, pero ¿quieren de verdad a los animales por lo que son, lo que hacen y lo que encarnan? ¿Aceptan la animalidad en toda su diversidad o lo que quieren es reducirla al fantasma de amables animalillos de dibujos animados de Walt Disney? Quien ama a los toros sabe que para ellos el peor de los males es el estrés que conlleva el confinamiento más que el «dolor», anestesiado por el combate y transformado en combatividad: el soldado –¡o el torero!– olvida sus heridas en el ardor de la batalla, son absorbidas por la acción y transformadas en actos.
Sinceridad
Seamos generosos y supongamos que todo el mundo es sincero, tanto los aficionados como los antitaurinos. Admitamos que todos aman al toro y quieren defenderlo. Unos ven en él un héroe que lucha, los otros una víctima a la que se mata. Pero eso sería imposible, tanto para unos como para otros, sin una dosis de identificación. Tratemos entonces de responder con franqueza. ¿Qué preferiríamos si nos tuviéramos que poner «en el lugar» del animal? ¿Una vida de buey de campo encadenado que se acaba pasivamente en el matadero o una vida de toro en libertad que se prolonga en veinte minutos de combate valiente? Quizá algunos duden… Si dudáis, no denigréis a quienes prefieren la vida y la lucha del toro bravo, a quienes piensan que su suerte es una de las más envidiables de todas las especies animales que el hombre se ha apropiado para satisfacer sus fines y que pueblan su imaginación. No sentenciéis a muerte la corrida ni los toros de combate, respetad a quienes los aman.