jueves, 20 de noviembre de 2008

Elogio de Miquel Barceló

Creo que fue Michel Focault quien dijo que no se puede confiar en nadie cuando el poder está organizado como una máquina que funciona según engranajes complejos en la que lo que es determinante es el puesto de cada individuo, no su naturaleza. Quizás ésta pueda ser una de las raíces por las que la política se haya desnaturalizando de tal manera que sólo es una previsible bolsa de intereses donde, por arte de presupuestos de crisis en tiempos de espanto, se agolpan uno tras otro los coches de lujo, las reformas alucinantes de despachos, la bóveda supina de Barceló con cargo a fondos de desarrollo o congresos de partidos en los que la discrepancia –no ya la disidencia– se ha convertido en un afán tan utópico que a las ejecutivas y a los comités federales causa temblores apocalípticos una sencilla papeleta en blanco. Pero detengámonos en Miquel Barceló y su nada platónica cueva que desde ahora mineralizará el cielo fatuo de la sede de la ONU de Ginebra. Personalmente admiro a este genial maestro mallorquín y su alucinante lenguaje espacial, sus trabajos sobre África, el concepto absolutamente orgánico de su obra; la tierra, el hombre, los materiales y pigmentos con los que ha labrado una sintaxis brutal y a veces tan desconcertante que las figuras se desdoblan una y otra vez sobre sí mismas para crearnos una inquietud existencial propia sólo de los grandes genios. Sin embargo, cuesta un mundo entender tamaños presupuestos, el origen de parte de los fondos para financiar dicho trabajo y el afán propagandístico de nuestros dirigentes. Pero, por favor, mantengamos al artista a un lado, no destruyamos la obra y la imagen de un español universal dotado de un talento extraordinario y de un lenguaje tan crudo y rompedor comparable sólo a genios indiscutibles como Pablo Picasso o Jorge Oteiza.

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Este artículo lo he publicado hoy en el Diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por nombre Mira por donde.

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