viernes, 26 de septiembre de 2008

El toro Espejuelo

Cuando era niño mi padre me intentó colar en la plaza. No pudo ser, un portero abnegado y cumplidor se negó en redondo a que entrara sin boleto. Mi padre se fue. Yo me quedé plantado en la puerta del patio de caballos esperando a que pasaran aquellos dioses juveniles y mágicos que todavía perduran en mis neuronas más infantiles: Galloso, «El Viti» y Paco Camino me parecían inalcanzables y eternos. Cuando llegaban los picadores una emoción estremecía mi cuerpo con sus castoreños en la mano, la mona chirriante, que me parecía como de otra galaxia, y esas anatomías que luego descargarían todo su furor sobre el espinazo del toro. Veía a los apoderados, a los que tenían entrada y a los que entraban sin entrada, que era a los que más admiraba. En cada día de festejo hacía no menos de cinco intentos para acceder al coso a ver la corrida. Pero en el fondo me daba igual, sentía el festejo con toda su intensidad gracias al rumor del público, los olés o las broncas del respetable logroñés, que siempre ha tenido fama de ser comedido e inteligente, y me hacían procurarme una idea bastante feaciente de lo que estaba sucediendo. La mayoría de los días, al cuarto toro, un boina me dejaba pasar. Subía a la andanada y veía las dos últimas reses de la tarde. El olor del puro, que me repugnaba y me hacía vomitar en otro sito, en la plaza me embriagaba. El espectáculo del toro en la arena me hacía vibrar como ningún otro. Pero el toro en los corrales con su estampa desafiante en posición de descanso también ejercía sobre mi cerebro una particular atracción que sobrellevo como puedo con el discurrir de los años y de la vida.
Creo que fue en las fiestas de 1980 cuando a Galloso le salió un ejemplar de Dionisio Rodríguez llamado ‘Espejuelo’, cárdeno, bragado y meano; de cuatro años y medio, de 540 kilos y muy en ‘Vistahermosa’. Pero mediada la lidia y tras demostrar su excepcional casta y bravura en el caballo, se rompió la mano derecha y el presidente accedió a devolverlo. Me emocionó mucho cómo entró en los corrales, embistiendo a todos los capotes y desplomándose una y otra vez a consecuencia de la terrible lesión. Abandoné mi localidad y fui a la galería de la andanada para verlo en los corrales antes de que lo ejecutaran de un tiro en al sien. Le miré y me sobrecogió su prestancia y su bravura. Le llamé: ¡Espejuelooo! Levantó su bella gaita y me miró con una ternura y una hondura que todavía me emociona al recodarla.

o Este artículo lo publiqué ayer en el diario La Rioja en una serie que sale los jueves y tiene por nombre Mira por donde.

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