martes, 22 de enero de 2008

Crónica de una tarde de invierno en la finca de Sergio Domínguez

Había un montón de toreros mecidos por un sol de invierno espeso y frío, un sol que acaricia, que resbala por la frente y que se confunde con el suspiro leve de la peña Isasa. Estábamos en Calahorra, en la finca de Sergio Domínguez, rodeados de caballos y potros, de un novillo tosco y huesudo que se alimentó hace unos años a biberón; también hay vaquitas pastueñas que se mezclan incoloras con yegüas de todos las edades y de pelajes caramelo tostado, bayo e incluso café con leche. Es la finca de Sergio Domínguez, donde habitan sus caballos y el toreo siempre tiene espacio en cada conversación. En los amplios burladeros se apilan las muletas y las banderillas simuladas, palos desnudos, sin papelillos y con un pequeño pinchito tan inocente que me recuerda a los alfileres con los que cosen los vestidos los mozos de espadas. Suena el teléfono, llaman a Chomin, es una figura, no viene al caso su nombre, que le pregunta por tal caballo. Sí hombre, aquel con el que menganito armó un taco en Zaragoza hace unos años y casi se sube a las barbas de Pablo. Alto ahí, primero, Pablo no tiene barbas y aunque las tuviera, se antoja empresa imposible para cualquiera. Era por la tarde, una vaquita recogida y noble esperaba su turno en el corralón amplio de la plaza. Se dice corralón pero parece una antesala, con comedero y todo. Aparece en el ruedo y le da por colarse en los burladeros. Sale Javier Gil y la fija con enorme suavidad, con el capotillo tomado con una mano y recogido por el envés con la otra, con la que no torea. La vaca corretea, embiste juguetona y sin malicia, pero con ese punto inocente que desprende la bravura boyante. Y aparece Sergio, con su nuevo caballo, uno que tiene nombre de río, de río que muere en el mar Atlántico y que juguetea en cuatro sílabas que suenan y huelen, que repuntan y se desvanecen en una consonante a veces imprevisible. Y empieza a dar vueltas y cuando menos te lo esperas, el equino parece hincharse, ahueca el cuello, levanta las orejas y se pone guapo y farruco. Le hace diabluras a la vaquita perezosa que no sabe cómo no puede alcanzar a aquel carrusel tintado: dos pistas y le ofrece el pecho, después la grupa y cuando menos se lo espera le ha clavado –metafóricamente– una banderilla de invierno dúctil en su lomo de hiedra. (La foto es de mi amigo Justo Rodríguez y en ella se ve a Sergio Domínguez quebrando a lomos de Gallito, este verano, un día antes de debutar en Campo Pequenho).

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Blog de ideas de Pablo G. Mancha. (Copyleft) –año 2005/06/07/08–

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