sábado, 31 de marzo de 2007

Nuestro Chano

Hay momentos en la vida en los que las palabras carecen de sentido porque es un reto imposible abarcar con verbos o gerundios lo que al corazón trasciende. Y Chano Lobato tiene la virtud inconmensurable de la trascendencia, de ese llegar a rozar el cielo sin apenas despeinarse: siempre con la figura compuesta, con su flamenquísima forma de sentarse, con su ternura. Y es que como Chano Lobato –como nuestro Chano, ¿verdad, Raquel?– no hay dos; es un artista simpar que una vez más se entretuvo en Logroño en dejar su impronta mítica, su huella irrepetible en un concierto inolvidable en el que paseó su alma por la historia del cante para meterla en un pañuelo, hacerse un hatillo con ella, sonreír, cerrar los ojos y despedirse dando besos desde las estrellas. Tan redondo estuvo Chano que, incluso, tuvo tiempo para tirarse unas pataítas por bulerías, ensayar un lance y arrebujarse en una media verónica de alhelí que sirvió para desmayar a una concurrencia que lo venera por su entrega, por su conocimiento, por su sensibilidad. Y es que a Chano se le vio desde el principio que venía a Logroño a entregarse, a dejarse el alma sin importale un bledo ni sus ochenta años ni ese qué dirán que mascullan los mediocres. Y puso el Salón de Columnas boca abajo a través de un concierto maravilloso en el que no rehuyó vérselas frente a frente con los cantes más complicados: porque hubo soleá, siguiriya, alegrías, tangos, tanguillos, la caña por bulería, la malagueña dicha a compás de sus nudillos en la mesita del agua, los cantes farrucos abandolaos, coplas de ida y vuelta, milonga, chascarrillos... Vimos a un Chano grande con el que el tiempo parece haberse confabulado para seguir siendo ese niño genial y embustero que se acuerda de Pericón, Chato de la Isla y cómo no, de Ignasio Espeleta, un genio del barrio de Santa María de Cádiz al que pillaron sisando en el matadero y al que el alcalde lo puso de vigilante en los jardines de la Plaza de Asdrúbal. Aunque eso sí, Chano matizó que ni molestaba a las parejas que andaban susurrándole a la luna ni a los gatos que hocicaban por los bordillos. Él se dedicaba a lo suyo, al tirititrán, al juguetillo de la alegría con referencia a los caracoles que decían los flamencólogos, unos tipos con el ceño fruncido que pretendían ser de la intelectualidá. Pero tras aquellas risas, Chano volvió a ser capaz, una vez más, de subyugar al mismo aire con el supremo dolor de la siguiriya, con ese compás suyo tan tribal y telúrico que carece de explicación: y exactamente ahí surgió el Chano gigantesco, el cantaor, el Chano más irrenunciablemente flamenco que existe. Y a su lado, Paco Cortés que lo bordó en todas las suertes, acariciando al maestro cuando era preciso o dibujando sonantas casi bélicas como el preludio de las citadas siguiriyas, en las que construyó frases de una belleza indescriptible. Entonces, Chano Lobato –nuestro Chano, ¿verdad, Raquel?–, se tomó un respiro para ver una vez más al público logroñés rendido a sus pies, entregado, de nuevo, con la misma pasión con la que él venera el cante, sentado flamenquísimamente en los últimos tres centímetros de la silla. (Crítica aparecida hoy en Diario La Rioja y foto de Alfredo Iglesias en la que Chano habla por teléfono con Raquel).

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