miércoles, 27 de septiembre de 2006

Jesús Pérez 'El Madrileño' dicta una lección

Arnedo tiene una plaza coqueta y multicultural. Se dice coqueta por no llamarla pequeña y multicultural porque cada zona arquitectónica data de diferente época. Las vigas de madera delatan su antañona prestancia, las gradas escuchimizadas tiempos de apreturas y los modernos corrales, la solvencia económica de los últimos años. Sin embargo, lo enrevesado de su diseño hace que los chiqueros estén paralelos a la puerta de toriles y que al salir muchos astados lo hagan noqueados, es decir, como si los cada vez más escandalosos mozospeñas hubieran bajado donde se supone que nunca ha de bajar nadie y les hubieran invitado a zurracapote, un bocadillo de chorizo y un pacharán para pasar el trago. Se adjetivaba como coqueta a la vieja plaza de Arnedo pero la verdad es que se cae a trozos, como alguno de los novillos de Baltasar Ibán, tan guapos ellos, sobre todo el segundo, que lucía una capa barrosa e indefinible que alguna vez se ha visto en Araúz de Robles, ganadería imposible de toda imposibilidad. El caso es que el segundo, el de la capa tirando a colorá con vestigios de una divisa simpar, era un auténtico angelito que cuando se le conseguía templar sin temblor –mejor dicho, con temblor– se desplazaba entre los vuelos con nobleza excepcional, con calidad cojitranca y con tanta suavidad que los aspavientos de Miguel Raya daban no-sé-qué verlos. Se miraba a la cara de Raya y parecía un espadachín en el fragor de un combate destripando dos dragones con una mano y sujetando tres lanceros bengalíes con la otra. Pero 'Camarito' no era un dragón, era un toro. Un toro tan bueno y tan noble que casi ni parecía un toro. Y el torero allí, gritándole, con los mofletes subidos de tono mientras la cuadrilla –sólo la cuadrilla– jaleaba aquel discurrir de lances sin sentido, aquella aliteración. La intensidad de la pelea de Raya sólo se podía comparar al tamaño de la indiferencia de la plaza de Arnedo, que ya no parecía ni tan coqueta ni tan multicultural. Miguel Raya había hecho algo parecido a lo que hizo después en el segundo de su lote y similar al trabajo de Benjamín Gómez en los dos novillos que despenó con igual fortuna. Ambos toreros desconocen que la muleta tiene vuelos, los novillos distancias y las faenas medida. Las suyas fueron labores claras para los arnedanos (sendos coñazos, que llaman por aquí pero sin decir sendos) y encriptadas para su gente (sus cuadrillas y apoderados achacaban todo a la frialdad del público). Sin embargo, de la monotonía aquella surgió la silueta de un torero con empaque, de un hombre de plata que ya empieza a ver cómo afloran las canas en su rala cabellera. Jesús Pérez 'El Madrileño', embutido en un terno rosa y azabache, tomó el capote, lo echó para adelante (se deletrea para los que no lo entienden: p-a-r-a a-d-e-l-a-n-t-e) y traía a la res embebida. Mas la res punteaba, pero estaba embebida y se desplazaba porque le habían dado sitio y después la vaciaban. Esta técnica intentó emplearla una y otra vez Rubén Pinar, aunque con desigual fortuna. El muchacho apenas tiene dieciséis años pero tuvo más sentido del temple, distancias y colocación que el resto de sus encriptados compañeros de fatigas. Esperemos que a Pinar no se le pegue el pegapasismo imperante y le haga caso a la silueta de un torero que fue y sigue siéndolo: Jesús Pérez 'El Madrileño', que dio una lección.


Novillos de Baltasar Ibán, bien presentados. De buen juego en general, aunque con muy poquitas fuerzas. El más claro fue el segundo por su bondad y el más bravo el tercero. El primero se caía todo y el sexto se apagó muy pronto. Benjamín Gómez: silencio en ambos; Miguel Raya: silencio en su lote; Rubén Pinar: silencio y palmitas. Plaza de toros de Arnedo: casi tres cuartos de entrada. 1º de la Feria del Zapato de Oro.

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