domingo, 10 de julio de 2005

Un maestro entre barreras

Alfredo Rodríguez, ex carpintero de La Manzanera y escultor taurino, revive las historias de su plaza antes de la demolición



Alfredo Rodríguez es un hombre unido a la plaza de toros de Logroño por un imán mucho más poderoso que la mera afición taurina, más poderoso que su memoria y más enterizo, si cabe, que cualquier cariño que se acompase tan sólo a impulsos de vocaciones frustradas: “Sí, yo de joven, y como tantos otros de mis amigos, quise ser torero, pero me faltó el suficiente valor”, señala Alfredo llevándose la mano al corazón y esbozando una sonrisa todavía pícara. “Lo que pasa –prosigue– es que amo tanto a la plaza de toros de Logroño porque mi vida y la vida de los míos ha girado siempre en torno a ella. Desde que tengo uso de razón, y nací en 1930, he vivido pegado a sus barreras y a su gente, que siempre ha sido para nosotros como una segunda familia”.
Alfredo Rodríguez, carpintero de nuestro coso hasta que se jubiló hace unos años, relata cómo fue el idilio de su entorno con la ya sentenciada plaza: “Todo empezó con mi abuelo, que entró de carpintero. Pasaron después mis tíos y mi padre. Luego yo y ahora, mi hijo, que es uno de los carpinteros de barrera. Incluso, nuestra familia ha llegado a vivir en la plaza ejerciendo de conserjes y recuerdo bien el frío y la humedad que había en ese piso. Pero con todo eso, me da mucha pena que desaparezca la plaza, aunque los tiempos son los tiempos y el futuro dicta su norma. Lo que peor he llevado es en las malas condiciones en las que está el coso ahora. Nosotros, de jóvenes, lo teníamos reluciente”.
Y es que en el mundo de la tauromaquia las dinastías no sólo son exclusivas toreros y ganaderos, sino que trascienden la denominada esfera artística para acoplarse de tíos y padres a hijos y nietos en infinidad de labores filotaurinas: “Como no había fútbol ni tantos coches como hay ahora, una de las principales diversiones de la gente la constituían las corridas de toros, por cierto, con muchos más festejos que los que se ofrecen en la actualidad, que se limitan a las seis funciones de San Mateo”, dice Alfredo, que tiene mil historias acaecidas entre los muros diseñados por Fermín Álamo: “En aquellos tiempos –se refiere a mediados de los 50– nos juntábamos muchos chavales aspirantes a figuras. Como no teníamos ganao nos las apañamos para que un burro de la cuadra del coso embistiera, y yaya que embestía. Se llamaba Perico I y una vez a un tal “Pedriles” lo tuvo metido una media hora en un burladero sin dejarle salir. Aquel burro era un fenómeno”, remata Alfredo.
Pero hay un aspecto sorprendente en este hombre, al que siempre se le ha visto por la plaza embutido en su buzo y trabajando sin descanso: su pasión por la escultura. Muchas noches de sus años jóvenes las pasó en la Industrial: “Nos juntábamos una cuadrilla de amigos, entre los que estaban Pedro Soldevilla, Jesús Infante, Joaquín López Reinares y Ballester, y hacíamos nuestros pinitos en el mundo del arte. Me gustaba tomar apuntes en papel en la misma plaza durante las corridas. Otras ideas las sacaba de fotografías de El Ruedo o de revistas así. Hacía esculturas de todo tipo, pero las que más me gustaban eran las de toros”.
El maestro Antonio Bienvenida, del que la semana pasada se cumplió el veinticinco aniversario de su desaparición, fue premiado en 1956 en Logroño por su desinteresada y reiterativa participación en el ya mítico Festival de las Hermanitas de los Pobres. El trofeo que se llevó el hijo del Papa Negro fue un precioso busto realizado por Alfredo: “Fue muy importante y aunque Antonio Bienvenida no fuera el torero que más me gustaba –yo era de Pepe Luis, matiza–, sentía una gran admiración hacia él. Era un gran torero, como tantos otros que han toreado en esta plaza. Porque le puedo decir que he visto en Logroño el tremendismo del mejicano Arruza, la serenidad melancólica de Manolete, la maestría de Domingo Ortega –al que no le salía un toro malo– y el arrojo de Pedrés, entre muchos otros”.
Alfredo dice que se pasará a conocer la nueva plaza: “Pero como ésta, ninguna”, puntualiza.

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