viernes, 10 de junio de 2005

Caminos de roña

La estación de tren logroñesa espera su soterramiento anclada en un pasado que recuerda tiempos gloriosos del ferrocarril

La estación de ferrocarril suele ser uno de los nudos gordianos de una ciudad. Su emplazamiento y estructura, a veces, definen gran parte de los trazados urbanísticos. La de Logroño, que espera dar paso a otra soterrada, ha sido testigo de la última media centuria de vida ciudadana. Ahora parece casi dormida, con una sentencia apuntando a su destino mientras espera cada día el rumor de trenes con nombre de escritores: Pío Baroja y Miguel Unamuno.
Un grupo de unos cinco niños en bicicleta corretea por uno de los andenes semiabandonados de la estación del tren. De pronto, paran en seco sus bicis y las depositan casi con mimo a sus pies, quizás para que no se caigan. En ese momento saca cada uno un bocadillo, seguro que de mortadela o de chorizo, aunque en el rostro del más rubio se confunden sus caprichosas pecas con un poco de foie-gras que juguetea entre la nariz y la comisura de sus labios. Sea como fuera, el caso es que han clavado todos como un solo hombre sus ojos en una moderna locomotora de mercancías de color verde surcada con unas líneas amarillas parecidas a las de los coches deportivos. Premonición numérica El juego que se proponen es muy sencillo: se trata de acertar el número de vagones encadenados a la cabeza tractora, según reza el argot de los ferroviarios. Pero, por si sobreviene el siempre engorroso empate, es condición necesaria y excluyente aventurar, además, si la composición del tren –segunda ración de jerga– es par o impar. Así pasan las tardes casi todos los días del año escolar estos muchachos si no llueve o no les toca ir a judo o clases particulares, que de todo hay. “Todos los días quedamos con las bicis para ver el tren y jugar, sobre todo jugar, porque muchos trenes no es que se vean por aquí”, comenta Ignacio, que cogió la afición de su hermano mayor: “Ahora está casado y apenas le veo, pero siempre me contaba que cuando él era más joven venía con su grupo de amigos a jugar en la estación. Dice que ponía monedas de cinco duros en los raíles para ver cómo quedaban tras machacarlas el tren con sus ruedas de hierro y acero”. “A mi abuelo le encantan los trenes”, tercia Enrique, otro de los del grupo de las bicicletas. “Incluso –abunda– es amigo de uno de los que trabajan aquí y a veces me trae con él para ver el despacho del Jefe de Estación, que es alucinante, con un montón de luces y botones desde los que se controla cada tren y la hora en la que va a llegar”. Días contados Dicen que estación de ferrocarril de Logroño tiene los días contados porque el soterramiento sobrevuela por su futuro. Sin embargo, sigue siendo uno de los principales portales de acceso de la ciudad. Y cuando los viajeros toman el tren para llegar o salir de Logroño se encuentran ante un edificio ecléctico y frío –como de paso– en el que se procura estar el mínimo tiempo posible, aunque disponga de una cafetería a la que se puede acceder tanto desde la plaza de Europa como desde el propio andén. También hay un esbozo de centro comercial, con tiendas cerradas a cal y canto, aunque con alguna botella de Rioja en los anaqueles suspirando que alguien pueda catarlas un día como se merecen. Uno de los detalles más curiosos que acompañan a la estación es la nomenclatura de algunos de los trenes que circulan por ella: “Sol de Levante”, “Miguel de Unamuno” o “Pío Baroja”. Y aunque no son muchos los trenes de pasajeros, bien de cercanías o de largo recorrido, que llegan o salen de nuestra ciudad, hay otros que ni siquiera tienen nombre y a los que les acompaña siempre un silencio casi espectral, los trenes de mercancías, que siempre son los que esperan a que las vías estén libres y que aguardan su turno –siempre en último lugar– para poder acceder al trazado con legendaria resignación. Son tan sigilosos que cuando llegan a Logroño paran lo más lejos para pasar desapercibidos. Un rompeolas con murales alegóricos El gran hall de entrada a la estación logroñesa del ferrocarril contempla una actividad inusitada que apenas se corresponde con el poco tráfico ferroviario que viven sus andenes. Cuando hace mal tiempo, los bancos que la jalonan se convierten en improvisados recintos para las tertulias de los jubilados, que a su vez conviven con algún viajero –los menos y sólo a la hora en la que llegan o se van los trenes– y algunos transeúntes que se refugian del frío al calor de estas añejas instalaciones. Dos enormes murales alegóricos a la revolución industrial adornan la parte alta de las paredes laterales del edificio. En ambos, ciclópeos ciudadanos de cuerpos macizos aunque algo mazacotes se afanan abigarrados en sus trabajos cotidianos. En un lado están representados los trabajos agrícolas, y en el otro, los industriales, con la máquina de vapor a modo de heraldo y portador de todos los beneficios de la modernidad. A pesar de su tamaño, pasan como inadvertidos para los viajeros, pero son compañía inseparable de los que pasan las horas a su lado.

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Blog de ideas de Pablo G. Mancha. (Copyleft) –año 2005/06/07/08–

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